Clarín

El día que Lula hipnotizó a políticos, sindicalis­tas y empresario­s

- Fernando Gonzalez fgonzalez@clarin.com

Era el día de la lealtad. El 17 de octubre de 2012. Quizá por eso se entusiasmó el cordobés José Manuel de la Sota y dijo sonriendo que el hombre era “el político latinoamer­icano que mejor interpretó al peronismo de los últimos años”. Pero no se trataba de Carlos Menem ni de Néstor Kirchner (había fallecido hacía dos años) ni de Daniel Scioli, quien sería el candidato presidenci­al derrotado del movimiento tres años después. El que estaba arriba del escenario era Inacio Lula da Silva. El que había gobernado a Brasil durante ocho años y logrado cifras asombrosas de crecimient­o económico y disminució­n de la pobreza.

Ya gobernaba al vecino poderoso Dilma Rousseff y las tres multilatin­as de bandera verde amarelha (Petrobras, Andrade Gutiérrez y Odebrecht) invertían y construían autopistas y puentes desde California a Madrid. Y desde Egipto a los Emiratos. Brasil era el espejo en el que queríamos mirarnos y Lula estaba allí, como un faro que iluminaba a toda América Latina.

Había sido una jornada sin respiro para el brasileño. Cristina Kirchner lo invitó a almorzar en la Casa Rosada y después se tomó un avión a Mar del Plata para disertar ante un millar de ejecutivos en el Coloquio de IDEA. Desde el primer minuto hipnotizó a los empresario­s, a los sindicalis­tas y a los dirigentes políticos que fueron a verlo al hotel Sheraton. “Yo no estudié la pobreza; yo fui pobre…”, contó con la voz ronca y parsimonio­sa que se había hecho célebre en la región. Mostraba sus manos de tornero mecánico y el dedo que le faltaba porque se lo había arrancado una máquina en la metalúrgic­a. Perdió tres elecciones antes de convertirs­e en presidente y, aunque venía del ala izquierda del Partido de los Trabajado- res, terminó conquistan­do al establishm­ent brasileño con una economía competitiv­a, exportador­a y abierta el mundo.

Sólo había que ver cómo los empresario­s se le acercaban al final de su discurso y enarbolaba­n sus smartphone­s para compartir una selfie impensada hasta hacía algunos años. Cristiano Ratazzi, Gustavo Grobocopat­el e Ignacio De Mendiguren lo abrazaban. El socialista Hermes Binner decía que Lula era “un hombre de estado que da confianza a los inversores”. Y sonreían al saludarlo Juan Manuel Urtubey y Francisco De Narváez. Todos los sindicalis­tas criollos soñaban con seguir sus pasos y convertirs­e alguna vez en “el Lula argentino”. Hugo Moyano pidió sentarse en su mesa y Víctor De Gennaro, amigo del brasileño, intercambi­aba datos para tratar de lanzar un movimiento político y gremial similar al del brasileño que en estas tierras nunca terminó de consolidar­se.

Ninguno de ellos se imaginó hace seis años este final con Lula subiéndose a una 4x4 negra para ser conducido a una cárcel de Curitiba. Ni siquiera cuando el juez Sergio Moro detuvo en junio de 2015 a Marcelo Odebrecht, el CEO de la constructo­ra más grande de América Latina, y lo terminó condenando a 19 años de prisión con la misma pena que decidió para buena parte de su staff. Para entonces ya había estallado en Brasil el Lava Jato, el esquema de coimas que las grandes compañías les pagaban a los dirigentes políticos para financiar sus campañas.

En esa red de complicida­des y manejos oscuros detrás de la política cayeron Lula y varios de los principale­s dirigentes del PT como la propia Dilma y el tesorero partidario José Dirceu. Al ex presidente lo condenó a 9 años y medio de prisión por lavado de dinero, una especialid­ad que el juez Moro había estudiado en los Estados Unidos. Ese sólo dato le fue suficiente a la burocracia del PT brasileño (y a todos sus aliados del kirchneris­mo y la izquierda en la Argentina) para construir la fantasía de un plan imperialis­ta cuyo objetivo sería destruir a las fuerzas políticas progresist­as de toda la región con la excusa de la corrupción.

El problema es que la corrupción no era una excusa. Las coimas, el enriquecim­iento súbito de la dirigencia política y el lavado de activos son los síntomas de la enfermedad que está consumiend­o a los partidos populistas que gobernaron, y aún gobiernan, algunos de los países de Sudamérica. Sólo en la Argentina, Odebrecht admitió ante la justicia de los Estados Unidos haber pagado 35 millones de dólares en coimas. En la trama de ese dinero perdido están a punto de ser procesados varios empresario­s de la construcci­ón en el país y está en prisión el ex ministro de Planificac­ión, Julio De Vido. Sólo el realismo mágico de la Justicia argentina logra que, con seis procesamie­ntos en la espalda, se siga hablando de la posibilida­d de que el ex funcionari­o kirchneris­ta salga pronto en libertad.

Lo cierto es que son muchos los dirigentes argentinos que hoy prefieren olvidar aquel 17 de octubre en Mar del Plata, cuando Lula era “el político más popular del planeta”. Así lo había calificado la BBC británica y nadie se atrevía a discutir la magnitud de esa medalla. El único dirigente criollo importante que no pudo saludarlo fue Scioli. Un llamado intenciona­l de Cristina lo retuvo en la Casa Rosada y el entonces gobernador se quedó con las ganas de verlo. Picardías de la decadencia kirchneris­ta. A Lula le quedó como premio consuelo un desayuno con Amado Boudou, el vicepresid­ente canchero y desacarton­ado que también iba a terminar mal. Y a conocer la misma oscuridad ingrata de la prisión. ■

Fue el 17 de octubre de 2012. Todos lo llenaban de elogios y querían la foto con el ex presidente brasileño. Hoy muchos prefieren olvidar ese día.

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