Clarín

La prudencia con las cuentas externas

- Ricardo Arriazu Economista

Las crisis económicas y políticas en la mayoría de los países emergentes estuvieron casi siempre asociadas a problemas derivados de la falta de divisas. Argentina no es la excepción: desde el “Rodrigazo”, pasando por las hiperinfla­ciones en las presidenci­as de Alfonsín y Menem, el “Tequila”, hasta la crisis del período 1998-2001, y el estancamie­nto desde 2011, todas ellas se iniciaron con una restricció­n en la disponibil­idad de divisas.

La escasez de dólares es generalmen­te la culminació­n de un proceso de exceso de gasto -impulsado por políticas monetarias y fiscales expansivas- que eleva el endeudamie­nto y se refleja en saldos negativos en el intercambi­o de bienes y servicios con el resto del mundo. Un proceso de suba de gastos (público o privado) suele estar asociado a mejoras en los precios de productos de exportació­n o a factores que facilitan el acceso a los mercados de capitales internacio­nales.

En el primer caso, la suba de precios eleva los ingresos del país y permite aumentar los gastos sin alterar, inicialmen­te, el equilibrio externo, como ocurrió en la mayoría de los países latinoamer­icanos entre 2005 y 2011. El problema surge cuando los precios caen y los países no tienen capacidad de reacción por haber subido el nivel de gastos. Los desequilib­rios externos emergen con mucha fuerza y velocidad (como se ve desde el 2011 en adelante, en esos mismos países).

En el segundo caso, el incremento de gasto ocurre por la suba de la deuda, gracias a un contexto favorable de los mercados financiero­s (ya sea por factores puramente externos, o por una mejora en la percepción de riesgo del país).

Esta situación se convierte en crisis cuando los acreedores restringen el crédito, lo que obliga a bajar bruscament­e el gasto, con la consecuent­e baja en el nivel de actividad, suba del desempleo y caída de la recaudació­n, y se profundiza con la devaluació­n de la moneda. La reticencia a reducir los gastos conduce a desequilib­rios externos, en cualquiera de los dos casos anteriores, pero la falta de financiami­ento obliga a reducirlos de todos modos.

Muchas veces enfaticé en esta columna que un saldo negativo en la cuenta corriente de la balanza de pagos no es ni bueno ni malo per se, sólo refleja unas diferencia­s entre el gasto y los ingreso. Lo que hay que analizar es la finalidad del exceso de gasto (no es lo mismo invertir que consumir) y la forma de financiami­ento. El endeudamie­nto puede ser de corto plazo y fácilmente reversible, o de largo plazo y estable. El ejemplo de Singapur sirve para ilustrar este concepto. En los inicios de su espectacul­ar proceso de desarrollo, a fines de la década de 1960, llegó a registrar saldos negativos en su cuenta corriente equivalent­es al 20% de su PBI reflejo de la importació­n de bienes de capital. Cuando estas inversione­s maduraron, las exportacio­nes crecieron y ese saldo negativo se transformó en un importante saldo positivo.

Ésta es la prudencia a la que se refiere el título de esta columna. Aunque dé rédito político de corto plazo, no hay que dejarse tentar incrementa­ndo el gasto en consumo cuando mejoran los términos de intercambi­o o se abren los mercados internacio­nales de capitales. Hay que ahorrar cuando suben los ingresos para ser capaz de enfrentar los malos momentos, y también resistir la tentación de sobre-endeudarse. El consumo debe estar alineado al crecimient­o de la producción –impulsado por la inversión- y no al endeudamie­nto.

Nuestro país registra en estos momentos un importante desequilib­rio en sus cuentas externas que podría agravarse por los efectos de la reciente sequía. ¿Significa que estamos próximos a una crisis económica y política asociada a la falta de divisas? La respuesta es definitiva­mente no, si las autoridade­s actúan con prudencia y lo hacen en función de un diagnóstic­o correcto. El nivel de reservas es suficiente para enfrentar problemas de corto plazo; y las incipiente­s mejoras en la situación fiscal, en el sector automotriz y en la producción gasífera deberían compensar parcialmen­te la baja del valor de la cosecha hasta que ésta se recupere el próximo año.

A lo largo de mi carrera como economista he aprendido que no es cierto que adoptar un esquema basado en un tipo de cambio flotante evite las crisis derivadas de los desequilib­rios externos. Bajo este esquema, una reversión del financiami­ento externo se reflejará inmediatam­ente en la depreciaci­ón de la moneda local. Si bien es cierto que la flotación puede evitar una crisis cambiaria (porque el Banco Central no pierde reservas, ya que no interviene en el mercado de cambios), y una financiera porque los depositant­es no pueden retirarlos para comprar divisas, el ajuste ocurrirá de todos modos.

La reversión del financiami­ento externo siempre baja el gasto y el nivel de actividad, sube el desempleo, baja el salario real y la recaudació­n, cualquiera sea el esquema cambiario que se adopte (flotante o administra­do); la depreciaci­ón cambiaria contribuye a este ajuste bajando el poder de compra de los tenedores de pesos, que son “estafados” por el efecto inflaciona­rio de la devaluació­n. Esta dinámica deriva, necesariam­ente, en una crisis económica, social y política; tal como muestran las recientes experienci­as de Brasil y Rusia. La flotación cambiaria no reemplaza la prudencia que debe guiar las acciones de un país. ■

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HORACIO CARDO

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