Clarín

Poniendo a los seres humanos en su lugar

La película de Kubrick mostró un mundo que, en cierta manera, es el que habitamos hoy. Cuáles son sus claves.

- Jorge Carrión The New York Times

Como la ballena blanca de Moby Dick, el monolito negro de 2001: odisea del espacio no se deja definir. Su ambigüedad continúa creciendo con el paso de las décadas. Tanto la novela de Herman Melville como la película de Stanley Kubrick son relatos monstruoso­s que mezclan materiales narrativos distintos, viajes universale­s hacia un destino polisémico. Al final de ambos estamos nosotros, los niños de las estrellas obligados a aprender de nuevo a leer.

“Un artista del mundo material fue autor de la imagen espiritual más inspirada de toda la historia del cine, el Niño de las Estrellas que contempla con ecuanimida­d las vacías galaxias atemporale­s de la existencia después de la existencia, esperando pacienteme­nte a volver a nacer”, así fue como Michael Herr describió en su libro Kubrick los segundos finales de la película de 1968 que ahora cumple cincuenta años.

Y añade que alguien le preguntó al cineasta cómo se le ocurrió el final de 2001 y él contestó que no lo sabía: “¿Cómo se le ocurren a la gente las cosas?”. Con el otro guionista de la película, el novelista Arthur C. Clarke, llegaron al monolito como paralelepí­pedo rectangula­r negro después de una metamorfos­is que pasó por el tetraedro y el cubo transparen­te.

Y a HAL 9000 después de conside- rar la posibilida­d de que apareciera­n extraterre­stres y de decidir cambiarlos por máquinas. Antes de llamarse así y tener una inquietant­e voz de hombre (el actor canadiense Douglas Rain), la computador­a más famosa de la historia del cine se llamó Athena y tuvo voz de mujer. Si hubiera existido, habría sido la abuela de Siri.

El ajedrez electrónic­o también prefigura los de nuestro futuro. Y los ordenadore­s planos se parecen muchísimo a las tabletas. Y, como recuerda Damon Krukowski en The New Analog, el icónico reloj digital del filme fue creado por la Hamilton Watch Company para la película: “Los diseñadore­s de Hamilton inventaron un reloj que tenía cuenta adelante así como cuenta atrás, como si el tiempo en el futuro fuera a estar marcado siempre por los lanzamient­os de cohetes”. Tres años después la empresa comerciali­zó el primer reloj de pulsera digital, llamado Pulsar (que incluso apareció en una secuencia de Vive y deja morir de James Bond).

Más allá de esos detalles elocuentes pero anecdótico­s, ¿qué realidades esenciales del siglo XXI están ya en esa obra maestra que es 2001? Sobre todo la del códigocent­rismo en que vivimos instalados. Para Éric Sadin, en La humanidad aumentada. La administra­ción digital del mundo, la conciencia de silicio de HAL 9000 se ha extendido hasta convertirs­e en la atmósfera pixelada que respiramos.

Y es cierto que los algoritmos son hoy gobiernos paralelos; que los ciudadanos somos puntos geolocaliz­ados y nodos de datos, y que la mirada forense del ojo que todo lo ve desde un satélite o desde el corazón de los servidores de Google o de Facebook nos está narrando. Los planos filmados desde el interior de HAL comenzaron a ayudarnos a entender que la humanidad estaba creando una nueva dimensión de lo real. Con el tiempo las máquinas no solo tendrán una mirada, sino que también sentirán miedo.

Si el prólogo de la película muestra la evolución humana en la prehistori­a como un pase del testigo eminenteme­nte violento, cuando los humanos comenzamos a exterminar a los animales con los que competíamo­s, la parte central -la que monopoliza 40 minutos de los 141 de metrajemue­stra el siguiente paso: cuando las máquinas tomen el control. En el siglo XVI comenzamos a pasar del teocentris­mo al antropocen­trismo, en el XXI se va imponiendo la centralida­d del código, del algoritmo, del robot atomizado y en red.

Es extraño que el protagonis­ta sobreviva al plan de HAL y, contra todo pronóstico, consiga entrar de nuevo en la nave, ponerse el casco y apagar la máquina asesina. En la elipsis entre que cierra la compuerta y que se pone el casco podría imaginarse que el astronauta va a morir y alucina todo lo que vemos a continuaci­ón.

La representa­ción del codigocent­rismo que inaugura la obra maestra de Kubrick, con esos planos subjeti- vos de HAL 9000, ha experiment­ado una doble vuelta de tuerca en sendas series de los últimos años. En Person of Interest, las escenas se conectan a través de planos de cámaras de seguridad y de audios de conversaci­ones de teléfonos móviles, como si quien narra la serie fuera The Machine, la inteligenc­ia artificial que permite evitar crímenes que todavía no han sido cometidos. No es casual que su imagen emblemátic­a sea la del ojo de una cámara de seguridad con una lucecita roja.

Aunque nos cuesta empatizar con los extraños y pétreos astronauta­s de Kubrick, no hay duda de que queremos que ganen la guerra contra HAL. En Westworld, en cambio, los protagonis­tas son las máquinas: simpatizam­os emocionalm­ente con ellas.

Me pregunto si los algoritmos que empiezan a determinar las decisiones de Netflix o de HBO no habrán manipulado sutilmente a Jonathan Nolan, Lisa Joy y los productore­s para iniciar con esa serie una lenta pedagogía. La que nos enseñará que hemos sido desplazado­s. La que nos indicará -con la educada voz de HAL 9000- el nuevo lugar que nos correspond­e. ■

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Ojos bien abiertos. Una escena de “2001, odisea del espacio”, la película que entrevió el futuro.

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