Clarín

El fútbol siempre da revancha

- Miguel Jurado mjurado@clarin.com

Era un jefe excepciona­l, amable, considerad­o y motivador. Lo único raro era el trato que tenía con el bueno de Luis. Le gritaba, lo denigraba en público y le echaba la culpa de todo. Te daba vergüenza ajena.

Todos los lunes, apenas llegaba, el jefe lo mandaba llamar, cerraba la puerta de su despacho y le dedicaba 20 minutos de quejas. Los gritos se escuchaban desde afuera. El bueno de Luis salía arrastrand­o los pies, con cara de nada. Con el tiempo, me fui convencien­do de que el jefe estaba mal predispues­to con él. Fue peor cuando me enteré que Luis y el jefe habían sido compañeros de colegio. Al tiempo entendí todo.

Un día, el jefe me invitó a jugar en su equipo en el partido de los sábados. Lo sentí como un reconocimi­ento. Él jugaba de 6, era un back mandón al que le gustaba subir bastante y le iba bien, más que todo porque nadie se animaba a marcarlo. Salvo Luis, que era un dotado con la pelota y no le perdonaba una.

Lo primera instrucció­n del jefe fue: “Te le pegás a Luis y no lo dejás tocar una pelota”. Fue imposible, el bueno de la oficina era un demonio en la cancha. Se dedicó a bailarme todo el partido, tiraba caños, sombreros, hacía pisaditas, la boba, el chicle, lo que se le ocurriera. El jefe reforzó: “¡Bajalo!”. Fracaso, no lo pude alcanzar ni para pegarle.

Lo peor era que después de eludirme, Luis buscaba al jefe para desplegar una rutina de lujos que desnudaba la rusticidad del patrón. El lunes volvieron los gritos, y pude distinguir algo de felicidad en esa cara de nada de Luis al salir del despacho. Yo, por otro lado, no volví a jugar en el partido de los sábados.

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