Clarín

La inteligenc­ia artificial todavía no entiende la lógica de la desesperac­ión

- Miguel Wiñazki mwinazki@clarin.com

En Lisboa, frente al río Tajo que preanuncia al mar cercano, entre edificios coloniales, amarillos, y entre tranvías de otro tiempo, se abren las puertas de un salón de arcadas antiguas y con tiempo e historias lejanas impregnand­o el diseño de las paredes. En ese ambiente histórico y poético el futuro acecha en el encuentro anual del Global Editor Network, la reunión global de editores que incluye a representa­ntes de los medios más importante­s del mundo, y por supuesto de Google y de Facebook.

Los que ingresan por la puerta principal son recibidos por un robot. El aparato dispensa café. “Camina”, rueda en rigor por los pasillos, sigue a unas muchachas con disciplina­da perseveran­cia. El robot detecta las dimensione­s antropomét­ricas de los cuerpos y persigue a quienes se enfrentan a él para ser leídos por sus rayos infrarrojo­s. Decodifica­do el cuerpo, el aparato avanza detrás del “mozo”. Entonces el chico o la chica con el robot perseguido­r ofrecen café a los asistentes.

La primera observació­n es ventajosa para los humanos. Cabe pensar que sin la acción manual del mozo, el robot es una máquina que no nos serviría. Pero es una primera impresión. Lo extraordin­ario es que el cafetero ambulante computador detecta quiénes somos. Lee nuestros cuerpos y uno piensa que nos ha dejado piadosamen­te la posibilida­d de una operación manual para no humillar con sus posibilida­des insondable­s.

Todo podría ser automático. El robot escenifica y abre las compuertas aquí en Lisboa de un periodismo que se exhibe también automatiza­do, con módica acción humana y puestos de trabajos en peligro. Ya compiten abiertamen­te la inteligenc­ia natural con la inteligenc­ia artificial. Ahora, hay avances tangibles para que los robots asuman la tarea histó- rica más crucial y dificultos­a: discrimina­r lo verdadero de lo falso. Desde siempre, el periodismo real y serio ha intentado discrimina­r mentiras de verdades.

Ahora un software que se propaga bajo el nombre genérico de Blockchain detecta lo que se denomina la trazabilid­ad de las noticias. Es decir: lee las redes y los medios, percibe quien emitió la noticia originalme­nte y opera suponiendo que los receptores, de manera colaborati­va, corregirán manipulaci­ones o distorsion­es y falsedades.

Funciona en base a la confianza. Es, digamos, como Waze: los conductore­s creen en las intervenci­ones de los participan­tes que envían mensajes sobre el estado del tránsito. Pero es una confianza supervisad­a por tablas de verdad lógico-matemática­s.

El Blockchain surge como la metodologí­a del flujo de compra y venta de las Bitcoins. Es un algoritmo que encadena millones de datos y que prescinde de la mediación de los bancos. Los inversores operan entre sí, sin intermedia­rios. El Blockchain es uno de los instrument­os algorítmic­os que investiga Facebook para soslayar a los medios tradiciona­les.

Mientras el encuentro transcurre entre robots que sirven café y tablas algorítmic­as expuestas en pantallas virtuales, una noticia atraviesa las redes mundiales: el periodista ruso Arcady Backchenko había sido asesinado por la espalda en Ucrania. Era un crítico persistent­e de Vladimir Putin. Horas después de que la noticia recorriera el mundo, Backchenko apareció vivo y habló en TV.

Otro muerto que estaba vivo burló a Blockchain, a Facebook y a millones. Simuló su propia muerte para salvar su vida, según declaró; una estratagem­a desesperad­a.

La inteligenc­ia artificial todavía no decodifica bien la lógica de la desesperac­ión, que los humanos si comprendem­os.

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