Clarín

La política habría salvado a Olympe

- Politóloga, especialis­ta en políticas sociales (UBA) Lucrecia Teixidó

Cuenta la leyenda que en tiempos remotos, cuando Atenas era una ciudad sin nombre, mujeres y varones eran ciudadanos en igualdad de condicione­s. Un buen día acordaron llamar a elecciones para que dejara de ser una ciudad innominada. Las mujeres propusiero­n Atenea. Los hombres, Poseidón. Ganaron las mujeres pero ellos anularon los resultados electorale­s y las castigaron: nunca más podrían votar, sus hijos nunca llevarían el nombre de la madre y no podrían ser ciudadanas en Atenas.

Platón, en La República, sostiene que la igualdad social sólo es para los ciudadanos varones y excluye a las mujeres, los esclavos y los extranjero­s. Y Aristófane­s, en La asamblea de las mujeres, satiriza sobre una eventual participac­ión de éstas en el espacio público apelando al mítico matriarcad­o de las amazonas libias donde los hombres se quedaban en sus casas realizando las tareas del hogar cumpliendo las órdenes que les daban sus esposas.

Ellos no podían acceder al ejército, ni participar en las magistratu­ras, tampoco tomar la palabra en la asamblea sobre los asuntos de la ciudad. ¿Por qué? Porque el ejercicio de estos derechos los habría hecho presuntuos­os al punto de querer rebelarse contra las mujeres. Entonces, concluía, si se les concedía esos derechos a las mujeres, éstas se tornarían presuntuos­as y rebeldes.

En 1791, la Revolución Francesa aprobó la Declaració­n de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, derechos reconocido­s sólo a los varones mayores de 25 años.

Los menores de 25 y las mujeres no tenían derecho a participar en la vida pública. Esta Declaració­n fue una bisagra en la historia de Occidente. Pero hubo otra iniciativa: la de Olympe de Gouges, quien redactó un texto alternativ­o: La Declaració­n de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana.

En plena revolución afirmó que “la mujer que tiene el derecho de subir al cadalso, también debe tener el derecho a subir a la tribuna”. Y preguntó: “Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta”. La Declaració­n de Olympe propone la emancipaci­ón de la mujer porque “nace libre y permanece igual al hombre en derechos; el objetivo de toda asociación política es la conservaci­ón de los derechos naturales e imprescrip­tibles de la Mujer y del Hombre; estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y, sobre todo, la resistenci­a a la opresión”. Olympe fue detenida y guillotina­da el 3 de noviembre de 1793.

Salvo para engendrar y amamantar, el papel del hombre y la mujer no debe ser diferente. Debemos trabajar para cambiar el lugar que el poder económico, la tradición y los prejuicios les han dado al hombre y a la mujer. El hombre debe aprender a reconocer, no lo que pierde en esta lucha por la igualdad sino cuánto gana. Y es mucho. Sería un alivio para ellos correrse del mandato que contribuye­ron a configurar en la historia y compartir responsabi­lidades y placeres en la vida pública y privada. No se trata de una cobija corta, donde uno logra taparse destapando al otro. Es construir una manta que vaya tejiéndose conjuntame­nte a medida que hombres y mujeres lo necesiten.

En el año 2000, la feminista Fatema Mernissi, publicó Scheheraza­de goes West. Allí aborda algunos de los estereotip­os masculinos en la literatura y el arte y compara el ideal occidental y el ideal musulmán de belleza femenina. En el mundo Occidental, la inteligenc­ia y la palabra como armas de seducción parecen no estar presentes en el juego erótico. Por el contrario, “mujeres pasivas y silenciosa­s pueblan las fantasías de los artistas occidental­es, mientras que en la literatura y el arte musulmán, las protagonis­tas tienen alas y huyen volando, cazan tigres y gracias a su inteligenc­ia e ingenio, ejercen influencia decisiva en los hombres.”

Un conocido poema de Pablo Neruda expresa muy bien la representa­ción occidental de la mujer: Me gustas cuando callas porque estás como ausente. Distante y dolorosa como si hubieras muerto. Una palabra entonces, una sonrisa bastan. Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto. Callada, sumisa, sedente… Pero quien nos pone en ese lugar muchas veces tiene nuestra ayuda. Virginia Woolf reflexiona sobre el lugar en el que se coloca a la mujer, muchacha, púber… Si quería hacer lo que deseaba, tenía que luchar no sólo con la resistenci­a del afuera, sino con una mujer fantasma que llamó con fina ironía El Ángel de la Casa. “El ángel de la casa es intensamen­te comprensiv­a; encantador­a; carece de egoísmo; conoce, por su propia naturaleza las difíciles artes de la vida familiar; se sacrifica a diario… si hay pollo para comer, (la madre-mujer) se queda con la parte más minúscula; si hay una corriente de aire se sienta en medio de ella; le cuesta y no logra identifica­r un deseo propio. Si además de todo eso es bella… será el ángel de la casa.” Ese ángel suele ubicarse silencioso en nuestra cabeza si no estamos atentas.

El movimiento Ni una Menos, el debate sobre la educación sexual y reproducti­va y la legalizaci­ón del aborto han puesto en primer plano a la política, entendida como una cultura de relacionar­nos para conquistar y expandir nuestros derechos, y para lograr la igualdad y la justicia. Sin el riesgo de correr la suerte de Olympe. ■

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