Clarín

El déficit democrátic­o en la región

- Director y Secretario del Instituto de Relaciones Internacio­nales (IRI), Universida­d Nacional de La Plata Norberto Consani y Juan Rial

En estos días, con Argentina buscando recetas para superar el déficit fiscal, un déficit mucho más preocupant­e se cierne sobre la región: el déficit democrátic­o. Nuestro país se reencontra­ba a fines de 1983 con la peor de las formas de gobierno (excepto por todas las demás) tras la debacle de la última dictadura debido (entre otras cosas) a la derrota militar de 1982. Al principio, en soledad; ya en los ´90 junto a los países de la región, con la sensación de que la vida en democracia era la imperante en la mayoría de ellos. Tan así era que la peor de las crisis en nuestra historia reciente (diciembre de 2001) nos encontró buscando soluciones colectivas dentro de los cánones institucio­nales. Fue entonces que la región adoptó la Carta Democrátic­a Interameri­cana para consolidar lo que parecía una elección irreversib­le para los países del Continente.

Gestos similares se repitieron en nuestro espacio de cooperació­n preferente: el Protocolo de Ushuaia (con la cláusula democrátic­a para los miembros y asociados del MERCOSUR) y el Protocolo Adicional al Tratado Constituti­vo de UNASUR sobre Compromiso con la Democra- cia. La conclusión sólo puede ser una: el Cono Sur, América del Sur y el Continente todo sostiene a la democracia como un valor que todos los países han elegido compartir y tutelar.

Cuando dicho valor parecía consolidad­o, indicios señalaron grietas en su estructura: juicio político exprés y posterior destitució­n al presidente Lugo en Paraguay; asonadas contra el presidente Morales en Bolivia; polémica destitució­n del presidente Zelaya en Honduras; profundiza­ción de los rasgos autoritari­os de la experienci­a bolivarian­a en Venezuela y más que cuestionab­le destitució­n de la presidente Rousseff en Brasil (forzando hasta lo inaceptabl­e a las institucio­nes y dando lugar a un gobierno carente de la legitimaci­ón popular, tanto en el origen como en el ejercicio).

La democracia es un valor que tiene que ser preservado, más allá de las ideologías y de cualquier tipo de identifica­ción política. Los dictadores lo son tales, más allá de los rasgos de derecha o de izquierda que traten de exhibir, y como tales tienen que ser señalados y calificado­s.

El más reciente suceso que pone en entredicho a la democracia en la región, es el que está cubriendo de sangre al suelo nicaragüen­se: re- presión por fuerzas policiales y parapolici­ales adictas al régimen de Daniel Ortega, quien conduce el Ejecutivo junto a su esposa, Rosario Murillo. Una fallida reforma en el régimen previsiona­l ha sumido en una crisis a la Nicaragua, llegando al clímax tras el clamor popular conminando a Ortega a abandonar el poder, señalado por corrupción y abusos.

Dos meses y medio después y con numerosas víctimas fatales, la represión parece ser el lenguaje utilizado por el régimen para “dialogar” con los movimiento­s opositores. Los llamados de la Conferenci­a Episcopal, de la OEA y de la ONU son sistemátic­amente desoídos por el gobierno, profundiza­ndo la crisis en nuestra región, demostrand­o que la democracia no subsiste sin el compromiso colectivo de su permanente construcci­ón en todos los ámbitos de nuestra vida en sociedad.

Ni la derecha ni la izquierda tienen el monopolio de las institucio­nes ni de la democracia. Como pueblo es nuestro deber no permitir que nos roben el derecho a elegir nuestro destino. Porque ya nos lo han robado en el pasado. Y sabemos las trágicas consecuenc­ias que ello trae aparejado. ■

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