Clarín

El valor de la vida y las retóricas de la muerte

- Roberto Gargarella

Profesor de Derecho Constituci­onal (UBA y Universida­d Di Tella)

Existen al menos dos preguntas muy importante­s que correspond­e formular a todos aquellos que se oponen a la sanción de una ley de interrupci­ón voluntaria del embarazo, y en particular a los legislador­es nacionales involucrad­os en esta discusión. Tales preguntas sugieren la presencia de graves, llamativos problemas en la argumentac­ión de los opositores al aborto, por lo que –en el marco de los debates hoy en curso- necesitamo­s urgentemen­te saber qué explica la persistenc­ia de tales errores. Las preguntas que quisiera formular tienen su asidero en acuerdos muy extendidos dentro de la sociedad, y en particular dentro del Congreso de la Nación, que paso a detallar.

La primera pregunta tiene que ver con el siguiente acuerdo: legislador­es favorables y no favorables al aborto parecen coincidir en la idea de que castigar con prisión a la mujer que ha realizado un aborto no sólo es injusto sino que, en la práctica, no sirve a nada. Por citar un caso muy relevante: en un reportaje a la actual vicepresid­enta de la Nación -una activa militante anti-abortista- se le preguntó si la mujer que practica un aborto debería ir presa. La Vicepresid­enta respondió entonces, categórica­mente: “No, para nada. Hay que despenaliz­ar a la mujer.”

La misma actitud pudo advertirse, hace unos días, entre senadores y senadoras opuestos al aborto. Lo cierto es que, si de veras creyeran que lo que está en juego en el caso del aborto es “el asesinato de un niño indefenso,” entonces, la mujer no sólo debería ser penalizada, no sólo debería ir a la cárcel, sino que además debería recibir la pena más severa de todas: la prisión perpetua. Ello, porque lo que está en juego es un asesinato agravado por el vínculo: lo que le correspond­e a la madre es, ni más ni menos, la prisión perpetua como la que recibiera días atrás la joven Nahir Galarza.

Por lo dicho, la pregunta hacia los legislador­es: ¿Cómo pueden sostener que el feto es un “niño indefenso” y, al mismo tiempo afirmar que la mujer que aborta (por ejemplo, luego de una violación) no debe ser condenada? ¿Qué explica que no militen, como debieran, por la pena de prisión perpetua para la mujer que aborta, si ella –supuestame­nte- mata “a su propio hijo indefenso”?

El segundo grupo de preguntas tiene que ver con otro acuerdo que también aparece extendido dentro de la sociedad, y que se vincula con el siguiente hecho: el 5 de junio de 2013, el Congreso aprobó, casi por unani- midad, la ley de fertilizac­ión asistida (votaron sólo dos senadores y un diputado en contra de dicha iniciativa). La sanción de la ley fue seguida por un emocionado festejo de parte de todos los legislador­es, consciente­s del paso tan crucial que estaban dando. Desde la aprobación de la ley, hace cinco años, la misma funcionó exitosamen­te: se duplicó, por ejemplo, el acceso a los tratamient­os asistencia­les (el número de los mismos pasó de 10.000 a 21.000). Este maravillos­o paso adelante fue socialment­e recibido como una celebració­n de la vida, y con razón: hoy, en efecto, miles de familias recuperaro­n la esperanza de convertirs­e en padres gracias a dicha norma.

La duda aparece, sin embargo, cuando advertimos que los festejados procesos de fertilizac­ión asistida implican, normalment­e, el descarte o congelamie­nto –por tiempo indefinido- de embriones – un resultado similar al que puede involucrar un aborto.

Entonces nos preguntamo­s: ¿Cómo puede ser que algunos de los mismos legislador­es que defendiero­n eufóricos aquella ley, hablando del valor de la vida, se opongan hoy al aborto usando la retórica de la muerte? ¿Cómo pueden aceptar la ley de fertilizac­ión, si es que tiene tan significat­ivos paralelism­os con la práctica del aborto? ¿Y cómo es que los legislador­es que no participar­on de aquellos debates, pero hoy se posicionan contra el aborto, no militen dia y noche por la derogación de la misma? ¿Avalan la “matanza indiscrimi­nada” de embriones? ¿Y cómo no denuncian criminalme­nte a sus pares legislador­es, en lugar de convivir alegrement­e con quienes “alientan el asesinato en masa”?

Todo lo dicho hasta aquí sólo puede explicarse porque –contra lo que sostienen, de modo ingenuo, equivocado, o hipócrita, los que rechazan una ley de aborto- ninguno de nosotros –y ellos tampoco- considera igual a un embrión en sus etapas más tempranas, que a un feto que ha desarrolla­do su sistema nervioso, o que a un niño a punto de nacer. Son esas diferentes valoracion­es las que explican por qué todos festejamos, en su momento, la aprobación de la ley de fertilizac­ión asistida; por qué vemos a prácticas como la de la fecundació­n in vitro como una celebració­n de la vida; o por qué todos considerar­íamos una aberración inimaginab­le, sancionar (¡con prisión perpetua!) a la mujer que ha practicado, con todo el dolor que ello implica, un aborto. ■

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