Clarín

El “Indio” Solari abre su universo

El músico se muestra más directo y al desnudo que nunca, en una verdadera obra magna del rock local.

- Especial para Clarín Marcelo Fernández Bitar

La carrera solista de Carlos “Indio” Solari no sólo está llena de seudónimos socarrones, sino también de discos fascinante­s con un sonido inimitable, entre rockero heroico y tecno-industrial, con superposic­ión de capas sonoras y planos vocales. Además, claro, de poseer un puñado de canciones que rozan la perfección. Sin embargo ahora logra superarse con su quinto álbum, El Ruiseñor, el Amor y la Muerte, cuyo arte de tapa muestra una foto de sus padres, José y Chicha, y que en su interior está plagado de retratos de figuras que moldearon su universo y su manera de ver el mundo y hacer arte. Por ejemplo, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Antonin Artaud, Thomas Merton, Werner Herzog, Alfred Jarry, Xul Solar, Frank Zappa, John Lennon y su querido Tom Petty. De punta a punta, El Ruiseñor, el Amor y la Muerte impresiona y sorprende por su contundenc­ia, con una colección de 15 canciones que pasan de un clima a otro y dejan al oyente sin aire. El Indio se muestra aquí más directo y al desnudo que nunca, sin la habitual sobreabund­ancia de metáforas enigmática­s. Y dado que es inminente la edición de su autobiogra­fía, está claro que se encuentra en un momento retrospect­ivo, que se traduce musicalmen­te en un amplio abanico que va del rock al palo a la nostalgia al palo. Otoñal, casi como un film de Bergman o el Allen más reflexivo, Solari habla de sí mismo y consigue al mismo tiempo hablar de todos, como yendo de lo particular a lo general, con escalas en obsesiones del inconscien­te colectivo. En El Ruiseñor, el Amor y la Muerte presenta las canciones casi como capítulos de su vida, mirando con orgullo al adolescent­e soñador, celebrando los momentos de amor y musitando sobre el fantasma de la muerte que siente rondar cerca. También acusa los golpes mediáticos. “Los tontos no descansan jamás, viven y no dejan vivir”, canta, aunque agrega que quizás “todo lo feo acabó”. El inicio, con Pinturas de guerra, posee un ritmo potente y veloz, con guitarras superpoder­osas y un anuncio directo: “¡Volveré a dar batalla!”. Ese tono rockero regresa recién cuatro temas después, con los riffs de Strangerda­ncer y una letra que parece dirigida a los fondos buitre o el FMI. En el medio hay una seguidilla de hits como la mirada de un moribundo en el mid-tempo La oscuridad, el clima festivo en El callejón de los milagros y el lento que da título a la placa. A un tercio del camino, nomás, ya está clara la supremacía de las melodías y la variedad estilístic­a, caracterís­ticas que continúan en un elogio sobre la falsedad de El martillo de las brujas (con guiños a los coros de Juguetes perdidos), un relato sobre Albert Hofmann, el aire oriental de Canción para un terrorista bonito, el épico La pequeña mamba, y el estremeced­or relato de La moda no es vanguardia, donde cansado canta “los muertos s sin alma me quier ren juzgar”, y admite que quizás hubiera aceptado la invitación de La Parca. El tramo final no da respiro: el hit rockero A bailar que no hay infierno, el gesto a Páez en La ciudad de los encandilad­os, el nostálgico Ostende Hotel Hotel, los pe personajes marginales de Crumb y la guitarra punzante de Panasonic y el mundo a sus pies, hasta concluir con una sección de vientos de fiesta ricotera. Párrafo aparte para la dupla Benegas-Comotto y la base de Cerati (Carrizo-Nalé), que dinamita la falsa rivalidad Soda-Redondos y que invita a buscar paralelos entre este disco con Fuerza natural, en cuanto a cómo asumir las influencia­s musicales de toda una vida y dejar de lado la experiment­ación extrema. Esta verdadera obra magna en la discografí­a del rock argentino es un desfile de hits que merecen una difusión radial masiva, mucho mayor a sus álbums anteriores, dado que revaloriza­n el formato casi clásico de la canción de rock, justamente esa estructura que él mismo se encargó de deconstrui­r y reinventar en la etapa final de los Redonditos y el inicio de su carrera solista. “El dolor más puro es el de haber sido tan feliz”, asegura en una letra, y agrega: “Gané lo que nunca merecí”, sin detenerse en dejar la modestia de lado y admitir que su música marcó la vida de miles de personas en este país.

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