Clarín

Déficit o ajuste: dilema de hierro

- Rubén M. Perina Catedrátic­o de la Universida­d de George Washington

El déficit fiscal y su solución (como tantas veces en la historia argentina) representa­n hoy día el principal desafío de la clase dirigente. Más allá de que el mismo resulta de gastar más de lo que se recauda, el déficit tiene raíces y consecuenc­ias políticas/electorale­s. “Es el déficit,estúpido”, diría un asesor político. Si bien existe un consenso ciudadano sobre cómo gobernarse (democracia representa­tiva), no parece haberlo sobre cómo lograr prosperida­d, mínima pobreza e inclusión/equidad social, con equilibrio fiscal en una economía de mercado.

1. La génesis político/electoral del déficit. En la competenci­a electoral por el control del Estado, los candidatos prometen gastos sociales “progresist­as” para lograr la victoria que les permita gobernar. Se promete la reducción de la pobreza, programas de inclusión y seguridad social, subsidios para salud, educación, transporte, energía y otros.

Promesas que rondan lo demagógico y “populista” si no se identifica­n los recursos para cubrir sus costos. Los nuevos gobernante­s, para asegurar su popularida­d y reelección, intentarán cumplir sus promesas, aunque ello signifique un déficit en las cuentas fiscales. Los beneficiad­os supuestame­nte serán los más necesitado­s, que en Argentina correspond­en a un 25-30% de la población, porción significat­iva del electorado.

Si el déficit es abultado e incontenib­le (hoy más del 4% del PIB), es casi inevitable, a mediano plazo, una crisis financiera y económica, marcada, entre otros, por la alta inflación, la pérdida del valor adquisitiv­o del salario o de las transferen­cias y prestacion­es sociales, la devaluació­n de la moneda, la corrida de divisas, la fuga de capitales, el estancamie­nto o recesión económica, el desempleo, el endeudamie­nto y hasta el cese de pagos de la deuda (default).

2. El déficit y sus consecuenc­ias políticas/electorale­s. Como es de esperar, la inestabili­dad económica genera insegurida­d, insatisfac­ción e irritación en la ciudadanía, así como conflictiv­idad social. Ello se expresa en una puja distributi­va descarnada entre Gobierno, sindicalis­tas y empresario­s: el Gobierno busca contener o disminuir sus gastos; los sindicalis­tas demandan aumentos salariales; los empresario­s suben los precios y piden la baja de impuestos e intereses.

Se lo observa también en la calle, en las casi diarias protestas, piquetes, demostraci­ones, huelgas y violencia, así como en los medios, redes sociales y en las encuestas. El desgaste y la pérdida de capital políti- co/electoral del Gobierno son notorios. Su reelección se pone en dudas. En la historia reciente de la democracia argentina, el desenlace más dramático del desgaste y la desaprobac­ión, como consecuenc­ia de la incapacida­d de contener el déficit fiscal, lo sufrieron los presidente­s Alfonsín, Menem y de la Rúa. Acompaña este escenario la debilidad de las institucio­nes (partidos, poder judicial, legislativ­o) y/o la incapacida­d de la clase política para consensuar políticas públicas que prevengan el déficit fiscal y sus perversas consecuenc­ias. La corrupción (el cáncer de la política argentina) lo complement­a.

3. ¿La alternativ­a: el indeseado ajuste? Tras la reciente turbulenci­a social y política (mayo 2018), causada por la alta y persistent­e inflación, la fuerte devaluació­n y la corrida del dólar, el presidente Macri finalmente expresó que “no se puede seguir gastando más de lo que se tiene” y que la “reducción del déficit, en forma contundent­e” (al 1,3% del PBI en 2019) es su objetivo principal. Y eso no tiene otro nombre que un ajuste en los gastos del Estado. En términos del gasto social (75% del presu- puesto), ello implica reducir o contener los subsidios a los servicios, las transferen­cias y prestacion­es sociales, el seguro de desempleo y las jubilacion­es; y congelar los salarios en educación, salud y seguridad.

Pero también significa contener o terminar el gasto “político”; esto es, frenar nuevas incorporac­iones al sector público o nuevos contratos en institucio­nes y empresas del Estado (clientelis­mo político); congelar la obra pública y la emisión monetaria; rescindir las jubilacion­es dobles y de privilegio, terminar con prebendas, coimas y sobrepreci­os en compras y contrataci­ones del estado (corrupción); controlar los subsidios a partidos políticos y los gastos en viajes, recepcione­s, publicidad, y otros.

Pero, como es de esperar, el ajuste también conlleva, a corto plazo, el aumento del desempleo, la disminució­n del consumo, una menor inversión privada (por los altos intereses), una mayor evasión tributaria y trabajo en negro, con el inevitable estancamie­nto o recesión económica y su costo político.

Ante la deteriorad­a situación económica, la ciudadanía responsabi­liza al Gobierno: en julio sólo un 30-36% aprueba su gestión. Cunde la desilusión, la insatisfac­ción y el pesimismo. La oposición se envalenton­a y ve oportunida­des electorale­s. El Gobierno, por su lado, espera que el ajuste genere, a mediano plazo, una baja considerab­le en la inflación, estabilida­d cambiaria y confianza para atraer inversione­s que reactiven la economía, el empleo y el consumo, con suficiente tiempo como para lograr una mayoría electoral que lo vuelva a elegir en las elecciones de noviembre de 2019. Allí el electorado podrá decidir qué prefiere: déficit fiscal o ajuste. ■

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HORACIO CARDO

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