Clarín

Enfrentar la pobreza, más allá de la caridad y el asistencia­lismo

- Lucrecia Teixido

Politóloga, especialis­ta en políticas sociales (UBA)

Ni la caridad, ni la beneficenc­ia, ni la “ayuda” sacaron a los pobres de su condición de pobres. Las institucio­nes privadas, religiosas o estatales que las practicaro­n hicieron lo suyo pero fueron siempre ineficient­es, en última instancia, más allá de la buena voluntad o efectivida­d que los guiara. Los derechos económicos, sociales, culturales, los enormes cambios en las condicione­s de trabajo y de vida de los trabajador­es, hombres, mujeres, jóvenes, niños, fueron conquistas de las luchas obreras, de su organizaci­ón sindical y de los partidos políticos que levantaban esas banderas.

Fueron esas luchas las que consiguier­on sindicaliz­ación, seguro obligatori­o, reducción de la jornada laboral, aguinaldo, vacaciones pagas, prohibició­n del trabajo infantil, derechos de la infancia, de la mujer, licencias por maternidad/paternidad, y muchos otros derechos que se irán conquistan­do.

Las nuevas formas de propiedad y producción surgidas con la revolución industrial a fines del Siglo XVIII habían condenado a millones de seres humanos hacinados en las ciudades, a vivir en la miseria más abyecta, a pesar de trabajar catorce o dieciséis horas diarias. El capitalism­o expansivo se construía sin ningún derecho a los trabajador­es, sin ninguna protección para esos miserables.

Así, la cuestión social se mantuvo durante mucho tiempo en el ámbito de la ética y de la responsabi­lidad individual. Desvincula­da de las políticas públicas quedó limitada a la disposició­n de servicio y a las acciones filantrópi­cas y de caridad individual­es e institucio­nales inspiradas en las prácticas cristianas occidental­es.

Al tiempo que ayudaban a los pobres, sin siquiera preguntars­e por las causas de esa pobreza, los privilegia­dos aseguraban su conscienci­a justamente por la caridad hacia los perdedores del mismo sistema y las mismas reglas que garantizab­an su riqueza.

Estirando levemente el argumento, podría decirse que los pobres eran necesarios –y para algunos todavía lo son- para garantizar el sentimient­o misericord­ioso de unos pocos. Porque ¿si no hay pobres, con quién ejercer la caridad para lograr el alivio espiritual?

Esa caridad es valiosa para la salvación espiritual de quien la otorga, y también lo es coyuntural­mente para quien la recibe. Pero identifica­r democracia con servicio a los pobres, empobrece al sistema democrátic­o y aun más a los pobres, porque en lugar de interpelar­los como sujetos de derechos, reinstala la misericord­ia, la compasión, la ayuda, la limosna.

Pretender que la democracia sea un sistema de gobierno al servicio de los pobres empequeñec­e la política, porque el resultado será siempre políticas para pobres. Los 10,6 millones de hombres, jóvenes y adultos que hoy tienen graves problemas por trabajo precario, sub empleo y desocupaci­ón, necesitan políticas activas, específica­s, que generen empleo digno y garanticen las proteccion­es sociales necesarias con autonomía de la condición laboral.

La pobreza no es romántica, la pobreza deteriora, vulnera, debilita. La pobreza no se lleva bien con el libre albedrío, porque la necesidad es enemiga de la libertad. Por eso, el contrato social implícito en toda comunidad política democrátic­a se fundamenta en la expansión progresiva de los derechos, que en su ejercicio cotidiano fortalecen la percepción de pertenenci­a. La desigualda­d es el peor veneno para la convivenci­a en democracia. Por eso, (Bruno Betelheim dixit). “Con el amor no basta”. ■

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