Los bulevares de los sueños porteños
Es casi como entrar en un mundo aparte. Chau ajetreo y chau bocinazos. Se imponen los senderos peatonales y el empedrado. Entonces uno puede relajarse y mirar los árboles: cómo pintan el cielo con rectas ocre y con hojas verdes. Quizás, sentarse en un banco a reparar en algún edificio, en alguna escultura. Y redescubrir joyas “escondidas”, que descansan como detalles. Es que en buena parte de los bulevares porteños manda - aunque sea sólo de día- el ritmo amable de barrio. Ése que permite despejarse.
Semejante posibilidad tiene una historia larga. “Los bulevares públicos descienden de los paseos con los que refuncionalizaron las murallas de Europa medieval cuando dejaron de servir como defensas, a partir del siglo XVII”, explica a Clarín la historiadora urbana Sonia Berjman. “Pero la influencia directa llegó a Buenos Aires de los diseños franceses de mitad del siglo XIX”. Amplios, simétricos, bien decorados.
Berjman lo contó en sus libros: las plazoletas nacieron “como huecos” casi al mismo tiempo que la Ciudad. El primer ejemplo es el Alto de las Carretas, que ya existía en 1856, y que hoy es Plaza Dorrego, sede de la Feria de Antigüedades de San Telmo. En tanto, las calles anchas, con árboles “de alineación” y las plazoletas dentro, tomaron el gran envión en el siglo XX. De hecho, la Avenida de Mayo, de 1894, fue bulevar pionero.
Mucho cambió desde entonces, lógico. Se perdió, se ganó y se conservó. Hay ejemplos destacables. En la ex “Villa Freud” de Palermo se cuenta y se cuenta que vecinos pusieron las primeras plantas del bulevar Charcas en los años ‘80. Y en Belgrano defendieron los adoquines del de Olleros -sin los pozos-.
En la medida en que la Ciudad se complejizó, los bulevares-refugios del vértigo se convirtieron en espacios cada vez más cotizados. Pero, incluso en los que seducen como polos gastronómicos, la promesa de desenchufe y redescubrimiento no se esfumó del todo. Si uno va de día a Caseros, entre Bolívar y Defensa, aún desde una mesita en la vereda de un bar o de un restorán, se planta el edificio Schindler (1910): 120 metros de fachada irregular con una cúpula en cada esquina. La mole distinguida, postal de la Belle Époque porteña, fue hecha para jefes de los Ferrocarriles del Sur pero también permite recordar a los inmigrantes que llegaron después, dado que ellos la bautizaron “conventillo de los ingleses”. Al norte de la Ciudad, en Los Incas y Zapiola, esta mañana de lunes, se recorta contra el cielo la escultura La Navegación, hecha por el francés Louis Barrias para el Pabellón Argentino en la Exposición Universal de París de 1889. De vuelta en el país lo reconstruyeron en Plaza San Martín y hasta los ‘30 albergó al Museo Nacional de Bellas Artes. Luego lo desarmaron para ampliar la plaza. Y pocas piezas sobrevivieron. Ésa es una. La Agricultura, en San Isidro y Paroissien, Saavedra, otra. No es fácil desacelerar en Capital. Pero sería mucho más difícil sin los bulevares, su verde y su arte. En este GPS van cuatro, para empezar a comprobar que son soñados, no un sueño. ■