Clarín

El general que fue distinto al Ejército que lo formó

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Sale recién, endoscopía mediante, de una bruta intoxicaci­ón con una pizza Margarita con anchoas arteras; igual toma un taxi, no tiene auto, para ir a nadar a la sede Jorge Newbery de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, pileta de 50 metros. Si no hay remedio, se conforma con “el bidet”, dice, de 22 metros de un mega gimnasio cercano. Martín Balza lee ahora las memorias del historiado­r Robert Potash, a quien conoció en 1965, cuando era teniente primero y Potash investigab­a su primer tomo “De Yrigoyen a Perón”, sobre la inescrutab­le relación histórica del Ejército y la política: la amistad entre ambos duró una vida.

Escucha ópera, música sinfónica, jazz, recuerda haber visto en vivo y en otra Buenos Aires, a Louis Armstrong, a Nat King Cole en el Gran Rex, a Margot Fonteyn y a Rudolf Nureyev en el Colón; aspira a ver pronto “La Viuda Alegre” de Franz Lehár, y si lo apuran tararea un fragmento. Esa calma bucólica se transforma en tempestad cuando habla de ejército y política; adiós contemplac­ión, allí manda la pasión.

Vive en un departamen­to que parece quedarle chico a su metro noventa y tres. Las paredes atesoran varias condecorac­iones de las que le rescata con pasión a dos: la Medalla al Mérito Militar de Malvinas y la Orden de la Legión de Honor de la República Francesa, creada por Napoleón. Tiene en un sitio destacado un diploma firmado por sus jóvenes oficiales de Malvinas, “a los que traje a todos de vuelta”. En un rincón, que no arrinconad­a, detrás del velo pudoroso que obra la pantalla de una lámpara, hay una foto extra- ña para un alto jefe militar argentino: Fidel Castro le dice algo, copa en mano. “Me da vergüenza, pero él se me acercó y me dijo: ‘Quiero brindar contigo por tu dignidad’”. Fue en Bariloche, en octubre de 1995, durante la Cumbre Iberoameri­cana y después de la autocrític­a de Balza por la represión ilegal en los años de plomo. Su escritorio carece del quién sabe si añorado orden interno y tiene el barullo de papeles de quien piensa en un libro. Será sobre liderazgo y tratará la personalid­ad, y andanzas, de Erwin Rommel, de Arthur Wellesley, duque de Wellington, a quien Napoleón conocía, entre otros. Para Balza, la conducción, la militar también, tiene dos principios: unidad de comando, “Manda uno, donde mandan muchos…” y economía de fuerzas. Está convencido de que la profesión militar pierde dignidad y jerarquía cuando las decisiones militares se basan en considerac­iones políticas e ideológica­s. Y a quien le caiga el sayo… No quiere que se lo insinúen, pero es un militar distinto al Ejército que lo formó: “Debe haber otros…”

Lo adjudica a la formación humanista que, junto a las ciencias exactas, se daba en el Colegio Militar de los años 50. A sus estudios de derecho, a la alternanci­a con el ambiente universita­rio cordobés,cuando era un joven teniente y estudiaba abogacía. No tiene vocación de eternidad. “Seré un cuadro más en la galería de los jefes de Estado Mayor”. Su leve deseo de posteridad está ceñido a la que fue su vida entera, el Ejército, “que me dio tanto, como una madre bien amada”, y a parte de sus hombres: “Quisiera haberme hecho merecedor del respeto de mis oficiales, suboficial­es y soldados”.

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