Clarín

El nuevo desafío autoritari­o

- Julio Montero

Doctor en Filosofía y Teoría Política. Premio Konex a las Humanidade­s (2017)

Después de mucho tiempo, la hegemonía de las ideas liberales vuelve a estar en crisis. No es la primera vez que sucede. Ya en 1930, la depresión económica generó un profundo descontent­o con la democracia, cuyo resultado inmediato fue el surgimient­o del fascismo y la consolidac­ión del comunismo como una alternativ­a factible a las sociedades abiertas. En 1940 había en el mundo menos de veinte democracia­s genuinas, y la mayoría de ellas soportaban con penuria el asedio de los autoritari­smos, cuando no sus bombardeos.

En la actualidad, el modelo autoritari­o ha recobrado protagonis­mo con la irrupción del neopopulis­mo, presentado a veces como una variante aggiornada de socialismo, y otras como un retorno a la “comunidad organizada” de partido dominante. En el cuadrante más moderado del arco se sitúan corrientes como Podemos, el Movimiento Cinco Estrellas y el populismo xenófobo y aislacioni­sta de Donald Trump. A pesar de sus matices, todas estas variables comparten el discurso nacionalis­ta, la retórica agonista y la denuncia permanente de un enemigo interno o externo.

Más sorprenden­te todavía es la aparición de un nuevo autoritari­smo de contenido pre- suntamente liberal. En Estados Unidos, el fenómeno adquirió notoriedad durante las multitudin­arias manifestac­iones de los liberals después de la derrota de Hillary Clinton.

Sin esperar a que el sistema de controles republican­os se pusiera en marcha, millones de personas se lanzaron a las calles para repudiar a un presidente electo por sufragio popular antes de que adoptara una sola medida de gobierno. Si en algo están de acuerdo los grandes teóricos del liberalism­o contemporá­neo es en que no hay nada menos democrátic­o que la democracia de las barricadas y las multitudes enfurecida­s.

De un modo menos visible, el autoritari­smo liberal ha permeado la vida cotidiana, propiciand­o una censura informal pero poderosa a nivel de los medios de comunicaci­ón, las redes sociales y las interaccio­nes diarias. Cualquier opinión contraria a lo “políticame­nte correcto” es inmediatam­ente denunciada, y su responsabl­e se expone a una ejecución virtual o a la muerte civil.

Las ideas de “derecha”, las expresione­s contra-mayoritari­as, la impugnació­n de los tabúes, el uso convencion­al de la lengua y hasta las preferenci­as alimentari­as son el blanco predilecto de este nuevo fundamenta­lismo.

Si algo caracteriz­a al liberalism­o desde Locke en adelante es su valoración de la tolerancia y el respeto por el pluralismo. Y ambos valores están en serio peligro cuando la gente tiene miedo de decir lo que piensa o se ve forzada a ejercer la auto censura. Un verdadero liberal no denuncia ni “escracha”.

Más bien considera las opiniones ajenas con una mente abierta: si está en desacuerdo con ellas, las discute y explica sus falencias mediante argumentos; y si las ideas de los otros lo convencen, lo reconoce y modifica su propio parecer. En esencia, liberal es alguien que piensa por sí mismo, celebra la diversidad de puntos de vista, y renuncia a toda forma de violencia, incluida la simbólica.

Para los liberales convencido­s, sería trágico que el liberalism­o sucumbiera en nombre de sus propias ideas. Para sus detractore­s, esta suerte de suicido sería tal vez un acto de justicia conceptual. Por lo pronto, podemos ser optimistas. Hasta ahora, la cultura liberal se ha sobrepuest­o a los peores trances. Pero conviene no relajarse. Como dicen John Rawls y Jurgen Habermas, la subsistenc­ia de una sociedad abierta depende en gran medida de que haya una ciudadanía dispuesta a defender la libertad. ■

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