Clarín

La corrupción nuestra de cada día

- Silvia Fesquet

“El ministro lo interrumpe, recomendán­dole que hable bajo, muy bajito, porque alguien puede oírlo, y esto no conviene de ningún modo. En público ya es otra cosa. Entonces se puede hablar muy alto, porque se lleva preparado lo que va a decir; pero que oigan los extraños lo que un ministro habla en la intimidad de su gabinete... ¡Oh, eso sí que no es prudente!...hum! (…) Con su ancha cara bondadosa difuminada en una expresión de insana codicia, oyerais hablar a aquel ministro de emisiones clandestin­as, de grandes negocios solapados que, al aumentar la fortuna de S.E., serán más tarde la ruina y el deshonor de la patria”. De no ser por el “oyerais”, podría pensarse que el texto reproduce alguna declaració­n de los “arrepentid­os” de las últimas semanas, o refiere un diálogo de los ya famosos cuadernos del chofer Centeno. Sin embargo, se trata de un fragmento de “La Bolsa”, la novela de Julián Martel (seudó- nimo de José María Miró), publicada inicialmen­te como folletín en el diario La Nación en 1891, y que narra el crack que atravesó el país en 1890 y el clima imperante en tiempos de la presidenci­a de Miguel Juárez Celman, atravesada por gravísimas denuncias de corrupción. Como vemos, poco nuevo bajo el sol.

Una semana atrás, Marita Carballo, presidente de Voices!, daba cuenta en este diario de que, según los resultados de la Encuesta Mundial de Valores y Voices! 2017, nueve de cada diez argentinos consideran que la corrupción en el país es alta, preocupaci­ón que se repite en las mediciones de los últimos 30 años. Y citaba, al mismo tiempo, que de acuerdo con otro relevamien­to de Latinobaró­metro 2017, en el país la percepción de la corrupción en el Gobierno, el Congreso, los Tribunales de Justicia, las grandes empresas y los sindicatos también es muy elevada, siendo calificada con entre 7 y 7,5 puntos, en una escala de 0 a 10. Un informe de Transparen­cia Internacio­nal (TI) dado a conocer a fines del año pasado, realizado en veinte países de Latinoamér­ica, señalaba que el 70% de los 22 mil entrevista­dos afirmó estar convencido de que los ciudadanos pueden tener un papel decisivo en la lucha contra la corrupción, que simultánea­mente marcaban como un fenómeno en alza en la región. Claro que, en paralelo, 1 de cada 3 admitía haber pagado sobornos por servicios públicos como salud o justicia, admisión que atravesaba todos los niveles sociales y económicos. La razón, según planteaban los encuestado­s, era lo insuficien­te de la repuesta gubernamen­tal.

Autor de “Breve historia de la corrupción, de la antigüedad a nuestros días”, Carlo A. Brioschi declaraba en “La Vanguardia”: “Al lado del robo de los grandes siempre hay una corrupción inconscien­te, de la que acabamos siendo todos responsabl­es si aceptamos las reglas de un sistema ilegal, porque la microcorru­pción siempre ha ido de la mano de la macroscópi­ca”. Más allá de la admisión hecha por uno de cada tres consultado­s en la encuesta de TI, con un intento de justificac­ión amparado en la ineficacia del Estado, lo cierto es que hay, en general, una percep- ción de la corrupción “mayor”, o ajena, y una notable tolerancia, o conducta casi “esquizofré­nica”, en lo que hace a la propia. Hay quienes se quejan del nivel de evasión fiscal pero cada vez que vuelven de viaje analizan todas las maneras de evitar que la Aduana detecte lo que han comprado afuera; se asombran del porcentaje que alcanza la economía informal pero no blanquean a sus empleadas domésticas; afirman que este país no tiene remedio y que la corrupción jamás será desterrada pero ofrecen una coima si un agente de tránsito amenaza con ponerles una multa, o no vacilan en deslizar un billete extra con tal de conseguir una mejor entrada en el espectácul­o que sea.

Es que, más allá del innegable impacto que las revelacion­es, y las derivacion­es de lo revelado por los cuadernos de Centeno están causando, hay una matriz de comportami­ento que parecemos haber naturaliza­do. Tal vez ello explique la falta de reacción ante el “No estamos en Oslo” -tan tristement­e evocador del “Por favor, chicos, esto es Harvard, no La Matanza”- o frente al “¿Creen que la patria contratist­a empezó en 2003...? ¿En serio lo creen?”, con que la ex presidenta, tal vez sin darse cuenta, lejos de negar intentó justificar su “política de Estado”. ■

“Al lado del robo de los grandes siempre hay una corrupción inconscien­te de la que acabamos siendo todos responsabl­es”.

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