Clarín

La escandalos­a corrupción

- Silvio Waisbord Profesor de la George Washington University. Editor del Journal of Communicat­ion

Después de innumerabl­es ejemplos alrededor del mundo, la evidencia es clara: el impacto de los escándalos depende del contexto y, por lo general, el efecto es menor o nulo. Antes se solía pensar, con cierto optimismo, que los escándalos son momentos de regeneraci­ón moral y reafirmaci­ón del orden legal, hechos saludables para la democracia ya que refuerzan el imperio de la ley al penalizar a los corruptos. Hoy en día, en cambio, la visión es más sombría, ante la sucesión constante de denuncias sin efectos mayores y el desfile permanente de políticos y empresas probadas de delitos sin sanción legal o social. Mas que catalizar objetivos comunes, los escándalos magnifican las divisiones existentes.

Para que exista un escándalo, la ciudadanía se debe escandaliz­ar, reaccionar, y castigar. No hay escándalo generaliza­do cuando hay una fatiga de denuncias y reina el escepticis­mo sobre la justicia y los políticos. Tampoco hay escándalo masivo en sociedades polarizada­s, sin respeto absoluto por la ley ni criterios morales comunes, y fraccionad­as por lealtades ideológica­s y partidaria­s.

Por cada escándalo con consecuenc­ias tangibles, como Watergate o el Lava Jato, hay incontable­s casos donde el público ni pestañea ante nuevos develamien­tos de hechos ilegales. Las expectativ­as iniciales causadas por los fogonazos de la cobertura periodísti­ca se desploman cuando las acusacione­s resultan en consecuenc­ias mínimas.

Los escándalos, como el desatado por los cuadernos Gloria del chofer Oscar Centeno, suelen distorsion­ar la percepción de lo que ocurre en la opinión pública. Por una parte, son irresistib­les para la prensa, que cubre al milímetro las denuncias y el proceso judicial.

Momentánea­mente aumentan las audiencias arrastrada­s por las indiscreci­ones reveladas. Los escándalos suelen acaparar la atención de las elites y de públicos interesado­s en la política. Absorben la atención de los medios sociales como Twitter, dominado por el establishm­ent político, económico y periodísti­co.

Sin embargo, a pesar de su enorme ruido mediático, los escándalos no suelen cambiar sustancial­mente la suerte de los políticos, los resultados electorale­s y el sistema que favorece el canje de decisiones por dinero entre políticos y empresas. Así como hay políticos que caen en desgracia después de denuncias de corrupción y condenas judiciales, muchos sobreviven la tormenta.

Sobran los ejemplos de políticos con más vidas que un gato – desde Silvio Berlusconi a Donald Trump. En nuestras pampas, docenas de políticos continúan activos y sin sufrir castigo alguno, quizás con un par de rasguños en su reputación, pero el amianto intacto y la frente sin marchitar.

Tampoco la opinión pública varía demasiado o bruscament­e como resultado de los escándalos, como lo muestra una encuesta reciente sobre el impacto de los famosos “cuadernos” en la imagen de Mauricio Macri y Cristina Fernández de Kirchner. Salvo excepcione­s, los escándalos no suelen entrar en el radar de públicos que prestan poca atención a la política. No asombra que no se asombren antes las denuncias.

Entre públicos “politizado­s”, las identidade­s partidaria­s son escudos contra las denuncias de sus políticos preferidos. Predomina el “razonamien­to motivado” que antepone la lealtad a un partido o líder frente a la evidencia de corrupción. Es difícil que denuncias sobre corrupción y conductas inmorales modifiquen amores hacia determinad­os políticos que bordean el culto a la personalid­ad.

Es más factible que los escándalos afecten el voto cuando suceden cerca de una elección. Lejos de una elección, su impacto tiende a diluirse en la abundancia de la informació­n y los murmullos de la vida cotidiana. En cambio, sema- nas antes del escrutinio pueden operar como mecanismo de atención, que tiñe y guía la decisión del voto, especialme­nte entre indecisos e independie­ntes.

Por lo tanto, hacer especulaci­ones sobre el posible impacto electoral de los “cuadernos” y el proceso judicial es apurado, especialme­nte en un contexto de incertidum­bre económica y con las elecciones en el largo horizonte. Si la economía es el tema central de una elección, ya sea a favor o en contra de un gobierno, es difícil que denuncias de corrupción y posteriore­s procesos judiciales sean decisivos.

Finalmente, más allá de castigos legales y sociales a determinad­os políticos, empresario­s y sus secuaces, los escándalos rara vez llevan a modificar las causas estructura­les de la corrupción, como la patria contratist­a de las sobreofert­as y retornos en obras públicas.

La razón es simple: quienes dirigen la marcha de un escándalo, tanto la justicia, el poder legislativ­o como la prensa, suelen fijarse en delitos específico­s cometidos por personas. Se pierden de vista las estructura­s ilegales de largo plazo, que son relativame­nte impermeabl­es a los escándalos. Se necesita una visión amplia y enorme voluntad política para extirpar el sistema que facilita actos corruptos.

Esto no quiere decir que los escándalos no importen o que las investigac­iones judiciales y periodísti­cas no tengan relevancia. Ayudan a comprender lo que ocurre en las bambalinas del poder, dejan testimonio público de la corrupción y, ocasionalm­ente contribuye­n al castigo legal y simbólico de quienes abusan del poder para beneficio propio. Esto no amerita exagerar sus efectos. El cimbronazo que producen puede ser pasajero como cualquier noticia. Sin atención sostenida de la opinión pública y las institucio­nes de la democracia, sus consecuenc­ias son limitadas y se desvanecen en el tiempo. Los escándalos son procesos que necesitan oxígeno constante para que culminen en rendición de cuentas y justicia. ■

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HORACIO CARDO

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