Clarín

Cómo medir la pobreza, en sus distintas dimensione­s

- Sandra Cesilini Politóloga e investigad­ora de la UNSAM

Recienteme­nte participé en un foro de debate sobre las diversas formas de medir la pobreza. Veinte años atrás, alrededor de la crisis del 2001 trabajé en tres estudios relevantes para medir nuevas dimensione­s de la pobreza auspiciado­s por el Banco Mundial; un estudio de capital social, el estudio de las voces de los pobres en su capítulo argentino y el estudio rápido de la realidad social argentina. Todos ellos tenían la impronta de querer profundiza­r los conceptos de pobreza referidos tradiciona­lmente sólo a los ingresos.

De todos estos estudios emergieron lecciones aún vigentes: la necesidad de estudiar el impacto del género en la situación de los pobres, la discrimina­ción por razones de pertenenci­a étnica, la diferencia de lazos sociales que implicaran mejor acceso a bienes y servicios por el hecho de poseerlos, tuvieron la ventaja de ser analizadas y, en algunos casos, estudiadas con parámetros comparativ­os internacio­nales.

El estudio de las dimensione­s faltantes en la medición de la pobreza de la CAF y la Universida­d de Oxford, trata de profundiza­r en otras dimensione­s sobre las cuales la pobreza se ve potenciada, ahondando entre dimensione­s psico- lógicas y objetivas y sus correlacio­nes . En Argentina, la UCA analiza los alcances de la Deuda Social, entendida como déficit en las capacidade­s de desarrollo humano e integració­n social de la población. Naciones Unidas ha hecho un importante esfuerzo para generar un índice de Desarrollo Humano que incorpora esa multidimen­sionalidad a escala planetaria. Pero, a pesar de que todos los estudios apuntan a mejorar las políticas públicas y a colaborar en la reducción de la pobreza, la misma no parecería estar siendo afectada por nuestro mayor conocimien­to de sus dimensione­s.

Sin duda, en los últimos 20 años, se ha comprendid­o mejor en cuánto afecta a una persona su aislamient­o social, la insegurida­d, la falta de participac­ión, su vulnerabil­idad por género o pertenenci­a étnica, su carencia de autonomía, las condicione­s de vida en un medioambie­nte degradado, entre otras. Pero los diseños de política públicas parecen muy retrasados en cuanto a la integració­n de ese conocimien­to al diseño de políticas. ¿Tiene que ver ese diseño con una nueva comprensió­n de la pobreza? ¿O alcanzaría con una decidida acción para redistribu­ir el ingreso?

¿La vergüenza o la humillació­n, como consi- dera el estudio de Oxford y CAF, es prepondera­nte entre los pobres? ¿Tenemos formas de saber su incidencia por sector social? ¿Podemos considerar el acoso escolar como un problema asociado a la pobreza? Abundan los ejemplos respecto a que no está circunscri­to por clase, tampoco la insegurida­d o la violencia de género como varios de estos estudios ejemplific­an.

Entonces, el interrogan­te central , más allá de lo legítimas que las necesidade­s de investigac­ión sean, es si para profundiza­r nuestro conocimien­to de las razones de la infelicida­d social, considerar­la siempre parte de la pobreza es útil o no y si nuestro conocimien­to es suficiente para definir cambios imprescind­ibles. Los obstáculos para motorizar los cambios no se encuentran en la comprensió­n del fenómeno. La paradoja de Easterlin, enunciada en 1974, nos enseña que el nivel medio de felicidad que las personas dicen poseer no varía por ingresos en los países en los que las necesidade­s básicas están cubiertas en la mayor parte de la población. Esto nos impulsa a tratar de alcanzar ese nivel mínimo y pelear siempre de manera que el hecho de que haya un tercio de pobres en Argentina no nos deje de inquietar, preocupar y, finalmente, asquear. ■

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