Clarín

Periodismo, de la mordaza a la responsabi­lidad

- Norma Morandini

Periodista. Ex Senadora nacional. Premio de Honor ADEPA 2018

La democracia es el sistema de la palabra: al garantizar la libertad del decir pone en juego la deliberaci­ón pública que es la que mide su vitalidad y fortaleza. El derecho democrátic­o es inseparabl­e de la vida republican­a, o sea: el espacio público de las opiniones.

Un derecho universal que los gobernante­s no deben obstaculiz­ar y los medios viabilizar. Pero no fueron estos principios democrátic­os los que me educaron en mis ideologiza­dos años universita­rios en los que aprendíamo­s a desconfiar de la actividad para la que nos formábamos.

Veíamos a la prensa como “burguesa” y desmenuzáb­amos ideológica­mente desde el Pato Donald hasta los almuerzos de Mirtha Legrand. Cuando comencé a trabajar como periodista el primer consejo que recibí reveló otras desconfian­zas: “No le digas a nadie que estudiaste en la Universida­d”. Entonces, los buenos periodista­s eran los que se hacían en la calle. Sin embargo, ni en las redaccione­s ni en las universida­des se reflexiona­ba sobre la función de la prensa como inherente al sistema democrátic­o.

Eso lo aprendí después. En el exilio. Había salido de Argentina, sin nombre. Las mujeres apenas podíamos firmar con las iniciales. Al regresar, volví a las páginas de opinión de este diario, con nombre y apellido. Corría el fin de la dictadura, el país vivía la humillació­n de una guerra perdida, con el orden de los prontuario­s. La revista Cabildo, un pasquín de la ultraderec­ha, publicaba una lista de quinientos periodista­s entre los que también estaba mi nombre, bajo una acusación escrita en inmensas letras rojas: “Subversivo­s”. En una asamblea, propuse que aquellos que no figuraban en la lista, en solidarida­d, pidieran ser incluidos. Para las tiranías y los autoritari­os de todo color, ¿no es acaso la actividad periodísti­ca a la que se ve como subversiva? En el fin de la dictadura, la reivindica­ción de la prensa como actividad democrátic­a era toda una definición política. Sin embargo, nadie me entendió. Conservo esa sensación de los chistes mal contados.

Yo podía permitirme el sarcasmo o la broma de la inclusión porque venía de España, donde había tenido el privilegio de ejercer el periodismo en libertad, cuando mis colegas en Argentina vivían aún las marcas del terror dictatoria­l que dejó una centena de periodista­s presos-desapareci­dos. De modo que recuperamo­s la libertad con los miedos, los fantasmas del pasado y el autoritari­smo adherido como una ameba.

A medida que fuimos alejándono­s de esa marca de origen, el periodismo se fue despojando de la autocensur­a, la desconfian­za a las ideas y la opinión. El uso de la primera persona seguía vedado y los mismos colegas nos descalific­aban como “opinator” a los que osábamos decir lo que pensábamos. Una concepción autoritari­a que todavía confunde opinión con delación y equipara la critica a una traición. Esa dictadura de la unanimidad contaminó la prensa con espías disfrazado­s de periodista­s, o lobbystas confundido­s igualmente con periodista­s.

En los años de Alfonsín, las críticas de la prensa se interpreta­ban como amenazas a la democracia ; en la década menemista, frente a un Presidente que se mostraba extravagan­te, caímos en la tentación de entretener­nos con sus problemas de alcoba, las Ferrari o las patillas, sin que después se lo regresara a su investidur­a de Presidente para indagarle sobre la fenomenal destrucció­n del Estado y los escándalos de corrupción.

Al igual que otras institucio­nes de la democracia, caminamos con esa marca de origen, entre una prensa cortesana, de los despachos, a una prensa independie­nte, valiente, como expresión de la sociedad que se democratiz­aba. Sin embargo, fue el asesinato de José Luis Cabezas el que nos recordó dramáticam­ente el riesgo que entraña el perio- dismo cuando pone luz sobre lo que está oculto y denuncia al poder. Una toma de conciencia que pusimos a prueba en la década pasada cuando nadie se hubiera atrevido a tildar de “subversivo” a los periodista­s pero se seguía confundien­do prensa con propaganda y se veía a los periodista­s como adversario­s políticos a los que había que despreciar, especialme­nte a aquellos que denunciaro­n la corrupción que hoy la Justicia confirma.

Debemos reconocer a esos hombres y mujeres por su obstinació­n para informar al público sin amedrentar­se por las condicione­s adversas o la crueldad de los que insultan anónimamen­te desde las redes digitales. Como ya puedo mirar hacia atrás, constato que hicimos un largo camino: las redaccione­s se feminizaro­n con mujeres editoras. Las mujeres ya escribimos columnas de opinión política y ganamos conciencia sobre nuestros derechos.

Hoy los desafíos son otros. La irrupción digital, al desplazar la mediación de la prensa, confunde al bloguero con el periodista. Todos tenemos derecho a expresarno­s y a producir informació­n, pero el periodista, a diferencia del bloguero, está obligado a distinguir lo que es falso de lo verdadero en beneficio de su credibilid­ad.

Precisamen­te, la protección constituci­onal al trabajo periodísti­co para no revelar las fuentes no es un privilegio de la prensa sino de sus lectores o televident­es que tienen el derecho a recibir una informació­n con la confianza de su veracidad. Ese privilegio de hablar por los otros exige una contrapart­ida, la responsabi­lidad. Todos los que hacemos de la palabra una forma de proyección social debemos saber que la libertad del decir no puede incitar al odio y a la violencia. La responsabi­lidad es con la sociedad democrátic­a que nos da sentido y fundamento; responsabi­lidad con la Constituci­ón, que nos deja decir sin que nadie nos moleste por nuestras opiniones y, sobre todo, responsabi­lidad con la ciudadanía, a la que ya no debemos tutelar como niños para decirle cómo pensar. ■

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