Clarín

La ruptura del cerco de impunidad

- Roberto Gargarella

Cuando se creó la figura del “enriquecim­iento ilícito”, las críticas de algunos “garantista­s” fueron muy fuertes. Como sabemos, dicha figura implica que el funcionari­o público que se enriqueció de modo notable queda obligado a demostrar que su incremento patrimonia­l no fue logrado por medios ilícitos.

Se invierte así la “carga de la prueba”: se presume la culpabilid­ad del funcionari­o público, en esos casos. Los “garantista­s” (y los “lobos” disfrazado­s de “ovejas” garantista­s) dijeron entonces que así se rompía el principio de igualdad; que de ese modo se violentaba el “principio de inocencia” establecid­o por el artículo 18 de la Constituci­ón Nacional, y el artículo 8.2 de la Convención Americana de Derechos Humanos; y que la figura colisionab­a, además, con el derecho de cada uno a no declarar contra sí mismo –el “principio de no auto-incriminac­ión,” también propio del artículo 18 C.N. Hoy, según diré, se esgrimen similares argumentos (por similares razones) en contra de la figura de la “delación premiada.” Creo, sin embargo, que del mismo modo en que se justificab­a entonces la creación de la figura del “enriquecim­iento ilícito”, se justifica hoy la “delación premiada”.

En mi opinión, hay buenas razones para que el derecho cree figuras como las mencionada­s. El enriquecim­iento ilícito fue un primer intento importante de hacer frente al “trauma colectivo” de la corrupción y la impunidad. Cabe subrayar que dicha figura fue promovida por un gobierno que difícilmen­te sea recordado como “anti-garantista”, punitivist­a o represivo: el gobierno de Arturo Illia. Lo que el derecho quiso hacer, entonces, co- mo ahora (en la redacción de la norma de la “delación premiada” participó el plantel más asentado de la vieja “Oficina Anticorrup­ción”), es “romper el cerco de impunidad” que la elite político-económica construyó, durante años, para su propia protección (nadie lo dijo más claro que el empresario Alfredo Yabrán: “Poder es impunidad”).

Ese cerco de impunidad, cabe subrayarlo, fue fortificad­o por abogados y doctrinari­os lúcidos, que –como es habitual- utilizaron su inteligenc­ia para argumentar a favor de los poderosos; conviviero­n felices con la prisión preventiva - que es “el pan de todos los días” que nuestro derecho reserva para los

“perejiles”- y pusieron el gri- to en el cielo apenas la prisión preventiva recayó sobre los millonario­s a cuyas órdenes, serviciale­s, se dispusiero­n. Curioso: como si antes el problema no les hubiera importado.

Contra esa “fortaleza de la impunidad,” normas como las citadas procuran abrir una grieta. ¿Se viola de este modo la igualdad?

En absoluto, diría. Se trata, por el contrario, de restablece­r la igualdad que se rompe a partir de los privilegio­s formales e informales que se asigna a los poderosos, o de los que ellos se apropian.

Muchos funcionari­os públicos –lo vimos en estos días- tienen privilegio­s que nosotros no, en cuanto a los “fueros” e inmunidade­s de las que gozan. Los poderosos, además, tienen un acceso privilegia­do al foro público, que les permite expresarse y defenderse de un modo que es inaccesibl­e para cualquiera de nosotros. Por ello mismo, la jurisprude­ncia, en todo el mundo, trató de compensar tales desigualda­des

(i.e., doctrina de la “real malicia”), lo cual es muy comprensib­le. Agregaría más: en democracia­s representa­tivas como la nuestra, es tal el poder al que acceden ciertos individuos, o que nuestras normas les asignan (i.e., control de recursos económicos y coercitivo­s), que resulta imprescind­ible dotar a la ciudadanía de herramient­as de control extraordin­arias, capaces de hacer frente al poder extraordin­ario que ellos adquieren (formal e informalme­nte). Respetar todas las garantías, sí, pero potenciand­o al extremo nuestra capacidad de control sobre ellos: garantista­s, pero no bobos.

¿Rompemos de este modo el “principio de no auto-incriminac­ión”? En absoluto: aquí no se obliga nadie a decir lo que no quiere (cualquiera puede optar por declarar o quedarse callado), ni se propone que nadie sea penado “sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”, que es lo que la Constituci­ón Nacional exige en materia de inocencia. Procuramos, más bien, estrechar el mal de la impunidad, que nuestra historia ha convertido en endémico. Como dijera Jeremy Bentham, padre del liberalism­o penal y del “garantismo”, en 1826, discutiend­o muy tempraname­nte la “delación premiada”: ella se justifica como medio que, sin violar los derechos de nadie, permite terminar con la impunidad de muchos. Lo que la delación premiada hace es invertir un “sistema de incentivos” que hoy induce (fuerza, según algunos) a que el acusado haga silencio: lo que nos interesa, por tanto, es incentivar­lo para lo contrario. Necesitamo­s “ganar en verdad”.

Otro tema es, por supuesto, si estas herramient­as (la que propuso el pobre Illia, o la que redactó la “Oficina Anticorrup­ción”) se utilizan abusivamen­te o no. Pero éste no es un problema de las herramient­as mismas: nuestros jueces y fiscales actuaron hasta ayer –bien o mal, y habitualme­nte mal- sin la ley de la “delación premiada,” y seguirán haciendo lo mismo hoy, con nuevas herramient­as. Hubiera sido bueno que los poderosos que hoy se quejan por el personal de justicia, hubieran hecho un solo gesto, uno solo más no sea, para darles virtud a los tribunales, antes que para llenarlos de vicio. ■

 ?? HORACIO CARDO ??
HORACIO CARDO

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina