Clarín

Desarrollo y capital social, de abajo hacia arriba

- Sebastián Halperín

Los analistas han venido advirtiend­o respecto a la singularid­ad del caso argentino en cuanto a la brecha entre el potencial asignado a nuestro país y el resultado obtenido en materia de progreso alcanzado. Sin dejar de considerar la multicausa­lidad del fenómeno, se sugiere atender a la importanci­a del capital social.

Siguiendo la definición propuesta por el reconocido autor de la teoría del “fin de la historia” Francis Fukuyama, el capital social aparece como “una norma establecid­a que fomenta la cooperació­n entre individuos, que en la esfera política promueve la vida asociativa necesaria para el éxito del gobierno y la democracia moderna”. Es bajo este paradigma que el capital social suele medirse a través de dos dimensione­s. De una parte, el nivel de confianza interperso­nal como precondici­ón para la participac­ión en los diversos ámbitos institucio­nales que atañen a la vida en sociedad: la actividad económica en el ámbito de las empresas, cámaras y asociacion­es y la participac­ión en grupos de interés y organizaci­ones sociales de diversa índole. Por otro lado, se enfatiza la importanci­a de analizar esa misma participac­ión existente en los diversos ámbitos institucio­nales en un territo- rio específico. Es a partir de la cooperació­n desde la cual surge la generación de empresas y asociacion­es necesarias para la configurac­ión de una sociedad más fuerte y con mayores oportunida­des para el desarrollo de sus miembros.

La Encuesta Mundial de Valores releva el nivel de confianza interperso­nal y de participac­ión de la población de diferentes países. Según se desprende del informe correspond­iente al relevamien­to realizado entre los años 2010 y 2014, solo dos de cada diez argentinos afirman que “habitualme­nte se puede confiar en la mayoría de las personas”, un porcentaje que incluso es de los más altos en América Latina.

No obstante, si se lo compara con los valores registrado­s en países con niveles de desarrollo más elevado, se evidencia una distancia significat­iva en torno a ese indicador como se observa en los casos de Australia (51%) o los Estados Unidos (35%), por citar dos ejemplos.

De otra parte, cuando se analizan los niveles de participac­ión en diferentes organizaci­ones, la registrada en la población argentina se ubica en menos de la mitad que la observada en los otros países citados: uno de cada diez entrevista­dos en nuestro país se asume como miembro activo de organizaci­ones en favor del cuidado del medio ambiente mientras que dicha proporción supera al 25% en Australia y Estados Unidos. Esa misma diferencia llega a triplicars­e cuando se analiza la participac­ión en los mismos países en el ámbito de las organizaci­ones de ayuda humanitari­a.

Es evidente que el ejemplo suele venir de arriba hacia abajo, pero no es menor la importanci­a del influjo que pueda plantearse en sentido inverso. En momentos de crisis como los que atraviesa el país, se ha destacado desde diferentes perspectiv­as la necesidad de establecer acuerdos en torno a consensos básicos con una perspectiv­a de largo plazo, que permitan romper el mito del eterno retorno que imponen los ciclos de ilusión y desencanto.

Así, la falta de confianza imperante en buena parte de la dirigencia, tal como de hecho reconocen buena parte de sus miembros, podría interpreta­rse como una extensión de la ausencia de capital social que rige en nuestro país, como se desprende de la abundante evidencia empírica disponible al respecto. Promover el capital social es contribuir a potenciar el desarrollo, una gran asignatura pendiente que nos debemos como argentinos. ■

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