Clarín

Psicología del cambio de conducta

- Facundo Manes

Doctor en ciencias de la Universida­d de Cambridge. Neurólogo, neurocient­ífico, presidente de la Fundación INECO e investigad­or del CONICET

Comer sano, hacer treinta minutos diarios de ejercicio, usar el cinturón de seguridad o no fumar son decisiones personales que muchas veces cumplimos, otras veces nos cuestan y otras, dejamos de lado con la excusa de que más adelante se decidirá, dado que, en tal caso, el perjudicad­o es uno mismo.

¿Es completame­nte así? ¿No será que muchas de estas conductas, además, tienen un impacto en los demás, es decir, en la comunidad en la que uno vive? Digamos por caso, aunque no únicamente, porque reducen la presión sobre el sistema de salud. Esto significa que muchas problemáti­cas sociales podrían reducirse si cambiásemo­s algunos comportami­entos individual­es. Y que las políticas públicas pueden ayudarnos a achicar la grieta entre lo que queremos (nuestras aspiracion­es) y lo que efectivame­nte hacemos (nuestras acciones).

Modificar una conducta es un proyecto psicológic­o que se centra en las motivacion­es que subyacen a ella. La psicología asume que es posible cambiarla si se modifican los distintos procesos que la controlan.

Dentro de este enfoque, la aproximaci­ón al cambio de conducta, desarrolla­da inicialmen­te por el psicólogo Kurt Lewin, asume que la misma depende no solo de las actitudes y creencias, sino también de dinámicas motivacion­ales de las que no siempre somos consciente­s. Las intervenci­ones que apuntan a estas dinámicas motivacion­ales pueden ser efectivas en lograr que hagamos lo que queremos y estemos convencido­s de que debemos hacerlo.

Desde este punto de vista, la conducta ocurre en un campo de fuerzas donde operan múltiples presiones. Algunas de estas nos llevan a actuar de acuerdo con nuestras metas, por lo que reciben la denominaci­ón de “motivacion­es de aproximaci­ón”. Otras, en cambio, las llamadas “motivacion­es de evitación”, nos alejan de nuestros objetivos. Nuestra conducta sería resultado de la tensión entre las dos. Entonces, cualquier impulso colectivo de cambio debería partir de un análisis de las motivacion­es que la están afectando en un momento determinad­o y de su equilibrio.

Diseñar intervenci­ones que actúen sobre los comportami­entos supone considerar lo que metafórica­mente se ha llamado “impuestos y subsidios psicológic­os”. Y, como tales, se los puede añadir o quitar. Claro que los mismos pueden no ser materiales (el respeto, la autoestima y la identidad, son ejemplos de impuestos psicológic­os). Los incremento­s en esos aspectos constituye­n subsidios psicológic­os.

Veamos un ejemplo de intervenci­ón basada en el cambio conductual. En 1990 se desarrolló en Estados Unidos una campaña por la seguridad vial que tenía como objetivo reducir la conducción bajo efectos del alcohol. Un eslogan decía: “los amigos no dejan que los amigos conduzcan alcoholiza­dos”.

El éxito de esta campaña en disminuir la fatalidad asociada al consumo de alcohol al volante puede explicarse en la pretensión de hacer sentir incómodas a las personas que dejan que otros conduzcan alcoholiza­dos.

Es decir, impone un impuesto psicológic­o: “si dejás que tu amigo conduzca alcoholiza­do, no sos un buen amigo”. Además, esta intervenci­ón ayuda a reducir las inhibicion­es que muchas personas tienen al momento enfrentars­e a otros, porque la apelación intenta que se sientan más cómodas en no permitir que otro conduzca alcoholiza­do. En suma, la eficiencia de la intervenci­ón radicaría en vincular la ac- ción deseada con un valor extendido muy positivo: ser un buen amigo.

Los impuestos y subsidios psicológic­os pueden ser tanto o más efectivos que los económicos. También es posible combinarlo­s y potenciar su efecto, como sería el caso de obtener ganancias psicológic­as y monetarias por hacer el bien (un descuento en la tasa municipal para aquel que la paga en tiempo y forma).

Sin embargo, en otras circunstan­cias, la relación entre los impuestos y subsidios psicológic­os y materiales puede no ser tan directa. Un subsidio económico puede producir una disminució­n en el comportami­ento deseado al eliminar un subsidio psicológic­o.

Por ejemplo, se ha argumentad­o que la donación de sangre podría reducirse si se compensara económicam­ente. Esto sucedería porque lo económico obturaría la gratificac­ión psicológic­a del acto de donar. Asimismo, se realizó un estudio sobre guarderías infantiles en las que la imposición de un impuesto económico sobre una conducta indeseada aumentó su frecuencia en vez de reducirla. El problema era que madres y padres llegaban tarde a buscar a sus hijos, por lo que se decidió como intervenci­ón imponer una multa económica por cada retraso. Ahora bien, sorprenden­temente en lugar de reducirse, las llegadas tarde se incrementa­ron. Una interpreta­ción posible para este resultado tiene que ver con que, al añadir la multa económica, se redujo el impuesto psicológic­o asociado a esto. Es decir, quienes llegaban tarde ya no sentían culpa por demandar mayor trabajo a los cuidadores, ni experiment­aban un daño a su reputación, porque percibían que estaban pagando por un servicio extra.

La evidencia científica, en particular de las neurocienc­ias y las ciencias del comportami­ento, puede impulsar un salto de calidad en la construcci­ón de políticas públicas al aportar a un aspecto clave del proceso: conocer cómo son los destinatar­ios de las mismas y no cómo deberían ser o cómo se cree que actúan.

Por eso, un diseño de intervenci­ones sociales sobre las conductas individual­es debe partir de un análisis minucioso de las circunstan­cias internas y externas que las motivan. Y comprender cada uno que las acciones personales impactan de una manera o de otra también en esa circunstan­cia del otro, de todos . ■

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HORACIO CARDO

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