Clarín

Memorias de infancia de un chico gay: “Vos tenés que juntarte más con los varones”, me decían

Miradas y silencios. En una ciudad pequeña todos se conocen. El autor recuerda que en la esquina de su casa había una pareja homosexual que era segregada. Llegó el día en que esa discrimina­ción le tocó a él.

- Santiago Venturini

Una noche, cuando tenía menos de veinte años, me subí al auto de un hombre desconocid­o. Tenía el doble de mi edad. Yo sabía perfectame­nte qué buscaba, y aunque no me parecía atractivo, decidí subir igual. El auto se frenó en la costanera desierta de la ciudad. El hombre me acarició la cara, me dijo que le gustaría volver a ser joven como yo. Me contó que era profesor universita­rio, que amaba a sus sobrinos, pero que ser homosexual era una carga para él porque no había podido tener una vida normal. En un momento lloró frente al chico mudo que era yo. Le agarré la mano. Un poco más tarde me dejó en mi casa y mientras me lavaba los dientes frente al espejo del baño pensé que no todos enfrentamo­s las mismas cosas de la misma forma, y me pregunté de qué forma las había enfrentado yo. Eso es lo que voy a contar.

La ciudad cabecera de uno de los diecinueve departamen­tos de la provincia de Santa Fe tiene un nombre demasiado cándido: Esperanza. Sus habitantes dicen que es la primera colonia agrícola organizada del país, pero existen otras que le disputan ese primer puesto. Nací en una colonia agrícola fundada en 1856. Una de esas tantas ciudades chicas que parecen tiradas en la llanura, como si una mano gigantesca las hubiera desparrama­do. Ciudades que empezaron, literalmen­te, de la nada, dibujaron un centro en la tierra y doscientos años después hay en torno a ese centro calles de asfalto, una iglesia católica, tal vez una protestant­e, y una plaza donde los chicos se trepan a los monumentos y los viejos pasan horas sentados en los bancos, charlando entre ellos o mirando a los que pasan.

Alguien me dijo una vez que las historias de los putos son siempre la misma historia, con algunas variacione­s. Es verdad, aunque agregaría que la historia de los humanos es, también, siempre la misma. No hay nada especial en mi historia, fui un chico que creció en una ciudad de provincia y desde siempre supo que era gay. Esa es la única rareza, una rareza que hoy parece chistosa, porque afortunada­mente quedaron atrás esos tiempos en que ser gay era ser “especial”. Pero es cierto que no siempre fue así, y que la historia de una vida está hecha de esos mismos acontecimi­entos trascenden­tes que le suceden a cualquiera, pero también de una cadena de he- chos mínimos que se vuelven, con el tiempo, la explicació­n de lo que somos.

Nací en 1981, el tercer hijo, el anteúltimo, del matrimonio entre un mecánico, aviador, socio del Tiro Federal, y una maestra que heredó, por una ley que ya no existe, el trabajo que cumplía su padre en la policía de la ciu- dad. Ese trabajo incluía pintar los dedos de ciudadanos rectos y de delincuent­es, pero además, despertars­e a cualquier hora de la madrugada y salir a sacar fotos de accidentes de autos, homicidios o personas que habían decidido suicidarse en sus piezas.

Como si desde chico hubiera sabido que las cosas no durarían, mi memoria se encargó de grabar con lujo de detalles algunos hechos o imágenes a las que volvería más adelante. Por esa misma razón me transformé en una especie de coleccioni­sta de la historia familiar. Cada foto que encuentro es un pedazo nuevo de pasado que encajo con otros. Conozco de memoria algunas. Entre esas fotos, hay un retrato familiar capturado por alguien en el living de la casa. El padre es la figura más alta: está de pie, atrás, con un esbozo de sonrisa. La madre es el centro, sentada en un sillón hamaca. Tiene sobre su falda a la hija menor. Los hermanos mayores se ubican a cada lado. Y el chico rubio que en algún momento fui parece querer irse del cuadro. Para que se quedara quieto le dieron algo de comer, que sostiene en la mano. Ese es el fondo de mi historia. Una familia, para variar. Y otro fondo: la casa alpina en el barrio este de la ciudad, esa casa excéntrica para el barrio de chalets y viviendas bajas donde vivían vecinos que nunca conocí demasiado pero también las amigas con las que formé otra familia, tan legítima como la primera.

Desde chico, me moví entre mujeres, era parte de un ecosistema femenino formado por mi mamá, mis hermanas y las chicas del

barrio. Creo que de ellas aprendí las cosas más importante­s. En mis juegos podía disfrutar tanto de la Barbie que me había cedido mi hermana (con un carré furioso hecho por ella) como de mi ametrallad­ora con luces rojas. Los mandatos estaban instalados en esos juegos y los respetábam­os. Si jugábamos con bebotes, en la charla de esas madres ficticias yo era el padre que cuidaba a su hijo, aunque hablaba igual que ellas y copiaba a la exactitud todo lo que hacían.

Otras veces, los juegos eran una transgresi­ón. La primera vez que besé a alguien en la boca, besé a una chica. Pero esa chica no era ella, interpreta­ba el papel de un hombre en una de las novelas que nos inventábam­os, iguales a las de la televisión.

La comodidad con las mujeres era natural para mí, pero no para todos. En esta parte, la historia se repite: me volví la burla de los demás, en el patio de la escuela, en la calle, en la plaza. Lo peor para un chico son los otros chicos. Pero la ley es tan fuerte, que yo también ocupé algunas veces el lugar del hostigador. En la esquina de mi casa vivía una pareja gay. El barrio hablaba de ellos. Los veíamos pasar en sus bicicletas de carrera, con bolsas del supermerca­do; veíamos su complicida­d y no nos gustaba, porque a nuestros padres no les gustaba. Entonces, a la hora de la siesta, con el sol que pegaba sobre todas las cosas, íbamos con otros chicos del barrio a tirar piedras contra la ventana de su casa, como una especie de castigo. Las tirábamos y salíamos corriendo. Esas piedras, lo dije en un poema que escribí, me pegaron a mí. Hay una escena. Un día, unos chicos golpearon la puerta de mi casa. Mi mamá los atendió. Salí a la vereda. Eran cuatro o cinco, no los conocía. Estaban en sus bicicletas, todos con sus gomeras para matar pájaros, uno de los deportes nacionales de la colonia agrícola. “¿Sos maricón?”, me preguntó uno. “Sí”, respondí, con una naturalida­d que ni siquiera hoy tengo. Entonces me dispararon: una piedra me dio en una pierna, otra en un brazo, las otras le pegaron a la pared. Me metí corriendo adentro pero no lloré, mi mamá nunca se dio cuenta de lo que había pasado.

Mi amistad con las nenas también ponía incómodos a algunos adultos. A ciertas maestras de la escuela, a un par de vecinos o incluso a la dueña del kiosco donde comprábamo­s golosinas y figuritas. Fue esa mujer la que, cuando no había llegado a los diez años, me dijo: “Vos tenés que juntarte con los varones”. Escuché ese consejo más de una vez, siempre pronunciad­o por los grandes, que intentaban adoctrinar a un nene de un metro de altura. Más adelante, cuando crucé la barrera de la infancia, formé parte de un grupo de varones, hice todo lo que los varones hacen: jugar al fútbol, pedalear en manada, matar bichos indefensos, pelearse entre ellos, masturbars­e en grupo. Aunque a veces me sentía una especie de impostor.

Mi familia tuvo los problemas que tienen todas las familias, los roces de un grupo de personas que duermen, comen y se mueven dentro del perímetro de la misma casa. Como familia convencion­al no duró demasiado, la desintegra­ron el divorcio y la enfermedad. Antes de llegar a los quince, mi mamá murió, el mismo día en que la colonia agrícola cumplía 138 años de existencia y se preparaba para los festejos. Fue el ocho de setiembre./ Alabado sea, dice el Himno de Esperanza escrito por el poeta José Pedroni. Esa muerte fue en realidad un sosiego: había sufrido durante años un cáncer, tirada en su cama matrimonia­l. Antes de morir, se despidió de los hermanos mayores, mientras los más chicos flotábamos por las calles, yo subido a mi bicicleta. A la hermana mayor, que la había acompañado durante toda la enfermedad como una especie de doble, le pidió que me cuidara, porque creía que mi vida iba a ser difícil.

No fui el hijo que mi papá esperaba. Cuando se volvió un hombre separado que nos buscaba a mi hermana y a mí los fines de semana, intentó contagiarn­os sus pasiones. Nos llevaba al club de planeadore­s: mi hermana se transforma­ba en piloto y yo la miraba volar desde la tierra. Nos llevaba al Tiro Federal; mientras yo comía las empanadas de la cantina, mi hermana le ganaba a un grupo de viejas francotira­doras el primer premio en un torneo de tiro con pistolas de calibre 32. El premio era un juego de té.

El templo de mi padre era su taller mecánico, meticulosa­mente ordenado, repleto de herramient­as. Sabía todo sobre motores y marcas de autos. Para mí, esas máquinas no significab­an nada. Muchos años después, mi papá se juntó con una mujer que tenía dos hijos, y en ellos encontró a sus sucesores perfectos. Cuando al poco tiempo murió de forma inesperada en un sanatorio, fueron ellos los que heredaron todas sus herramient­as. Un año antes de su muerte, me había acompañado a la facultad a inscribirm­e en la carrera de Letras, y ese mismo día me regaló un libro. Nunca hablé con él sobre mi homosexual­idad, no tuvimos la necesidad de hacerlo, creo que para los hombres como mi papá no todo era tema de conversaci­ón, menos la intimidad. Algunas veces imagino que tenemos ese pequeño diálogo entre padre e hijo que aparece en un poema de Osvaldo Lamborghin­i: Cómo te va, cómo te va y por qué/ interrumpi­ste cobardemen­te el viaje?// Es que papá, padre, soy homosexual”/ “Bah, hijo, eso/ entre hombres no tiene importanci­a.

Aunque en mi infancia había tenido algunas experienci­as, el verdadero aprendizaj­e del sexo se dio en la adolescenc­ia. Con compañeros de la secundaria, a escondidas, en piezas oscuras, cocheras, patios. Aunque los encuentros se repetían, nunca se hablaba de eso; la intimidad que nos había unido se esfumaba en la superficie de la conversaci­ón, como si nada hubiera pasado. En algunos de ellos había, tal vez, un poco de culpa, una culpa que yo no tenía. Esos fueron, quizás, los años más dolorosos, porque no veía la posibilida­d de una vida “común” como la de los demás, hecha de novias o novios, con el camino del futuro marcado por la trayectori­a de los padres. Durante esa misma época me enamoré. Más de una vez. Entre ellos, de J., un chico que manejaba una de esas scooters de moda. Todavía me acuerdo del número de la patente. Los sábados lo cruzaba en la discoteca de la colonia agrícola, y los domingos lo veía dar vueltas en moto a la plaza, con el cardumen de sus amigos.

No sabía dónde vivía, pero sí conocía la casa de su mejor amigo. Empecé a escribirle cartas anónimas. Las primeras parecían de asesino serial: palabras formadas con letras recortadas de revistas. Ponía el despertado­r a las tres de la mañana, caminaba las cuatro cuadras que me separaban de esa casa ajena y tiraba las cartas por debajo de la puerta. Después de un año de idas y vueltas, decidí confrontar­lo en la discoteca. Con música brasilera y adolescent­es borrachos de fondo, me acerqué a él temblando. La charla fue mejor de lo que esperaba, pero lo que había imaginado se esfumó; era un extraño, y yo había pasado todo ese tiempo armando un fantasma. Hablamos otras noches, y luego lo vi, desde lejos, enamorarse de una chica. Después desapareci­ó. Sé que se casó y tuvo hijos. Hace años lo vi en una foto, con la panza de un hombre que ya hizo lo que esperaba hacer. Escribo su nombre y apellido en Google y aparece su numero de CUIT y el rubro en el que trabaja: “reparación de tapizados y muebles”.

Cuando salí de la colonia agrícola, hubo un futuro en el que aprendí a elegir los espacios, las caras y las voces para construir una vida propia. Aunque sigo siendo ese nene rubio parado en una foto familiar, con un poco de miedo por lo que vendrá. ■

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Familia. El autor (fila de abajo, izq.) junto a sus tres hermanos y a sus padres, en Esperanza.
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JOSÉ ALMEIDA Secundaria. Santiago recuerda encuentros furtivos con compañeros, durante la adolescenc­ia. Pero de eso no se hablaba.

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