Clarín

Consensos para evitar abismos como los de Brasil o Venezuela

- Luis Gregorich

Hace unos días, revolviend­o viejos papeles, tropecé con una especie de carné, un rectángulo de papel ajado en el que constaba mi afiliación a un partido político, coronado con una fecha: 1983. El involuntar­io hallazgo me trajo a la memoria una sucesión de titulares e imágenes.

Ya sabía qué clase de película documental iba a desfilar ante mis ojos: escenas de la derrota en las Malvinas, caída de la dictadura militar, campaña electoral y triunfo de Raúl Alfonsín en las elecciones presidenci­ales, juramentos y militancia para sostener la democracia y la Constituci­ón… Pero en seguida, junto a la alegría experiment­ada, y mientras tenía la mirada fija en el carné, me invadió de golpe otra sensación, esta vez de tristeza, motivada por un recambio súbito de imágenes en la pantalla de la memoria: ahora tenía delante de mí las 13 huelgas generales de Saúl Ubaldini, las últimas rebeliones militares y asaltos guerriller­os, el fracaso del Tercer Movimiento Histórico, la década menemista, la crisis de 2001 y, ya hoy, los agotadores dolores de parto para producir un nuevo país, una nueva sociedad digna del mundo global, y que pudiera situarse en él.

El carné me estaba recordando las dificultad­es para entrar en ese mundo, aunque ya transcurri­eron 35 años. ¿Qué nos pasó? ¿Por qué ese temor a gobernar? ¿Por qué hablar tanto de economía (ya sabemos lo que es llegar a fin de mes) cuando las soluciones requeridas son, ante todo, políticas? ¿Por qué no explicar que el progreso y el crecimient­o de la Argentina podrían depender de una nueva alianza, tácita o expresa, es decir, de un inteligent­e gesto político?

¿Entre quiénes? Sólo podría ser entre Cambiemos y el peronismo moderado y federal. Quedarían afuera los extremista­s y los populistas irredimibl­es de ambos sectores, además de los pequeños partidos de ultraizqui­erda.

Hay varios formatos políticos que podrían servir como plataforma de lanzamient­o para esta alianza. Resulta lícito resumirlos en dos, opuestos entre sí (aclaremos que hay otros eventualme­nte posibles). Uno: el que crearía una nueva alianza, formada por Cambiemos y un grupo peronista. Las alianzas anteriores quedarían disueltas. Los candidatos para octubre de 2019 serían elegidos, en agosto, en las PASO, incluida la candidatur­a presidenci­al (salvo que hubiese un apoyo unánime a la reelección de Macri). A este procedimie­nto podemos llamarlo “de máxima”, porque sería, no hay duda, el más arduo de concretar. Dos: los participan­tes son los mismos, y sus pertenenci­as partidaria­s también. No existen nuevas alianzas expresas. En las listas de candidatos en las Primarias tampoco hay cambios. Este es el formato que exige más lealtad y visión de largo plazo entre los partidos, apoyados en alianzas tácitas. Esta última modalidad podría llamarse “de mínima”.

Lo importante es, huelga decirlo, que la nueva alianza, sea cual fuere su proyección, proclamada o silenciosa, se constituya en un instrument­o sólido y durable en el tiempo. Su función sería eminenteme­nte legislativ­a, aprovechan­do la nueva mayoría formada para introducir las reformas que el país necesita, en el campo social, en el campo laboral, en la justicia y, llegado el caso, en el campo constituci­onal.

Es evidente que Cambiemos, si quiere tener un papel protagónic­o en las jornadas políticas y electorale­s que se avecinan, deberá empezar estrechand­o filas con los socios minoritari­os de la coalición: la Unión Cívica Radical y la Coalición Cívica, para reducir el riesgo de incidentes como el que enfrentó a Elisa Carrió con Germán Garavano, y que segurament­e termine con un infructuos­o juicio político. Carrió suele abusar del uso del pronombre de primera persona, pero se ganó ese derecho porque en un ambiente de opresiva mediocrida­d ha sido una de las pocas dirigentes que ha mantenido, sin interrupci­ones, una enérgica defensa de la verdad y los valores democrátic­os. Quizá Garavano falló en uno de los aspectos que la opinión pública más le ha reprochado al Gobierno: la comunicaci­ón.

Y es cierto que el Gobierno deberá mejorar bastante en este flanco de su gestión, hasta hoy beneficiad­o por el derrumbe del kirchneris­mo. No puede desdeñarse el peso del especialis­ta ecuatorian­o Jaime Durán Barba, cuyo asesoramie­nto contribuyó a que Cambiemos ganara tres elecciones consecutiv­as (2013, 2015 y 2017), pero siempre resulta más fácil imponerse cuando se cuenta con el voto “en contra de”, lo que ocurría en el ocaso de la gestión kirchneris­ta.

Más discutible, aunque no enterament­e inútil, resulta el procedimie­nto del timbreo, por el que los principale­s candidatos (¡con inclusión del Presidente!) se organizan para visitar a los ciudadanos en sus domicilios y escuchar sus reclamos. Esta incursión hogareña tiene básicament­e efectos en el nivel municipal, y escasa repercusió­n en la elección nacional. Llegados a este punto, no podemos eludir el papel comunicado­r del Presidente de la Nación. En un sistema presidenci­alista como el nuestro, el Presidente se convierte en el máximo protector del pueblo, y en última instancia en el garante de la ley y la convivenci­a. Lo ideal sería que por lo menos una vez al mes, Mauricio Macri se dirigiera por cadena a los argentinos, en una especie de rendición de cuentas que expresara su estilo de gobierno y el carácter de las reformas que propone.

Que el Presidente se dirija periódicam­ente a su pueblo no constituye un gesto autoritari­o, ni un acto antidemocr­ático. Por el contrario, es una responsabi­lidad legal e institucio­nal indelegabl­e. Y ahora que nos acercamos al último año de su primer mandato, que nos transmita su experienci­a será útil para todos. Estamos atravesand­o meses tormentoso­s. Pese a todo, no parece que nuestra clase política busque autodestru­irse. No se trata de imitar ni a Brasil ni a Venezuela, ni tampoco de repetirnos a nosotros mismos, con la inepta sucesión de gobiernos minoritari­os, que solo buscan el poder… para nada. La búsqueda de consensos todavía es un camino disponible. Y sin que nadie nos obligue podremos llevar con nosotros el carné político, que será un instrument­o de pluralismo y convivenci­a. ■

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