Hace falta poco para conseguir la felicidad
La mañana del 27 de agosto de 1965, a los 77 años, Le Corbusier, el famoso arquitecto suizo, apareció ahogado en una playa de CapMartin, un balneario del sur de Francia. Ese día, el diario local se asombraba al descubrir que Charles-Edouard Jeanneret (ese era su verdadero nombre) vivía en una choza de madera junto al mar. En esa cabaña de apenas 20 metros cuadrados sin cocina y con la ducha a la intemperie, el padre de la arquitectura moderna pasaba sus veranos desde hacía 18 años. Rodeado de pueblitos provenzales y lujosas mansiones de la Costa Azul, el chiringuito del suizo parecía una pocilga. Considerado el genio de la modernidad, autor de obras en todo el mundo y creador de ciudades enteras, como el caso de Chandigar, en la India, Le Corbusier se había ganado la fama de ser un gran iconoclasta. Era uno de esos tipos que en el siglo pasado querían cambiar el mundo.
Para él, el verde, el sol y el aire puro eran imprescindibles en las ciudades y proponía levantar docenas de torres de oficinas, autopis- tas y monoblocks rodeados de parques para que viviera la gente. Todo derribando lo existente. Aunque todo eso no parezca nada nuevo ahora, en los 20, cuando el suizo empezaba a predicar su urbanismo, era toda una revolución. Para todo el mundo fue una sorpresa la manera en que murió, pero el descubrimiento de la casa en que vivía resultó shockeante, era poco menos que un rock star de la arquitectura y se había construido para sí mismo una pequeña habitación de madera. Sin embargo, él la amaba. Al final de su vida, el arquitecto que quería derribar ciudades aprendió que se necesita casi nada para ser feliz. ■