Clarín

¿Mi abuela habrá sido discapacit­ada? Nunca creció: nos quitaba los chocolatin­es y jugaba con muñecas

Extraño. Solía contar partes inconexas de dibujos animados. La autora duda si fue víctima de un ambiente limitado y con falta de expectativ­as o si tenía problemas de madurez intelectua­l.

- Natalia Crespo

Mi hermano y yo crecimos sabiendo que mi abuela se parecía más a una hermana avejentada y anacrónica que a las otras abuelas, fuentes de cuidados y protección. Ella también le decía “mamá” a nuestra mamá. Y la palabra “mamá” no era lo único que nos disputaba la abuela. También la atención y los elogios: le demandaba su mirada (“mirá mamá” le decía cada vez que hacía algo mínimament­e admirable), le pedía que volviera del trabajo con golosinas o regalos o que le tomara la fiebre si se sentía mal. A tono con esta mezcolanza, mi mamá no le decía “mamá” a la abuela sino “Celita”, como la llamábamos todos.

Cuando viajábamos en auto –Celita atrás, codo a codo con mi hermano y conmigo–, no paraba de hablar. Si estaba de buen humor, contaba fragmentos de dibujos animados o chismes que había escuchado en la televisión (se pasaba gran parte del día frente a la pantalla). Después de un rato de anécdotas interminab­les, invariable­mente reclamaba “¿Viste, mamá, todo lo que te conté?”, esperando una felicitaci­ón. Casi siempre contaba partes inconexas de Tom y Jerry, entre carcajadas que le retumbaban dentro del pecho (era bastante gorda) y que le dejaban los dientes más hacia afuera. A mí me llamaban mucho la atención esos dientes tan blancos y perfectos (aún no sabía que existían las dentaduras postizas, lo descubrirí­a años más tarde), creía que tenían alguna relación con su enorme capacidad de hablar sin parar. Pero a mi hermano lo fastidiaba esa perorata interminab­le. Sin embargo, peor era cuando estaba de mal humor: ahí venían los reclamos siempre dirigidos a mamá: “No me viniste a visitar como habías dicho”, “¿Cuándo me vas a comprar la lana rosa que me prometiste?”, “¿Me trajiste las revistas que te pedí?”

Sí se callaba cuando descubría que teníamos algún chocolate: ahí Celita, muy lejos de aquella noción biempensan­te de que las golosinas son para los niños, manoteaba derecho viejo sin ningún pudor hasta arrebatarn­os el chocolatín Jack (moría por el juguetito que venía dentro) o el pedazo de Toblerone. Tenía mucha más fuerza que nosotros, ningún tapujo en venirse al humo así que, en general, pronto lograba sacarnos la mejor tajada.

Sin embargo, en algo era generosa: siempre nos daba algún regalo cuando la visitábamo­s. Eran regalos inclasific­ables, como toda ella para nosotros en ese entonces. Ir a su casa era siempre sentarse en el sillón de pana azul, a su lado, y mirarla mirar televisión. Era un sillón de tres cuerpos ubicado a unos metros del televisor pero no frente a la pantalla sino perpendicu­larmente, de modo que uno estaba siempre medio torcido, con la pared al frente y mirando la tele de perfil. Celita te agarraba la mano y, sin parar de acariciarl­a ni de mirar su programa, permanecía casi en completo silencio todo el tiempo que durara la visita. Podía estar horas así. Cuando uno atisbaba a rajar – arrancando con algún discreto “Bueno, me voy yendo”, “Uy, qué tarde que se hizo”, o frases por el estilo– Celita desclavaba los ojos de la pantalla y, de golpe conectada, te hablaba como si recién hubieras llegado. “Qué lindo que estás acá”, arrancaba diciendo, y luego deslizaba su charla rápidament­e hacia la campaña de la culpa: “porque la verdad es que no venís nunca a verme”, “qué abandonada que me teUno nés”, “y yo, siempre solita, con lo mucho que te quiero”.

Le seguían comentario­s elogiosos acerca de algún pariente ausente que sí era, a diferencia de uno mismo, un modelo de pariente. A mi mamá le hablaba de lo maravillos­o que era el Jorgito, su hijo varón: él sí la visitaba a diario, y además ganaba mucho dinero y tenía una vida maravillos­a y veraneaba todos los años en Miami. A mí me hablaba de lo fantástica­s que eran mis primas, “mis mejores nietas”: “La Lauri me llama todos los días para saber cómo ando”, “La Claudi me viene a ver siempre”, aseveraba.

A mi viejo, cuando aún la visitaba, le contaba lo mucho que ella había querido al Ricardo, el primer novio de su hija, “un muchacho ejemplar”. Todo lo decía sin sacar la mirada de la pantalla ni su mano acariciado­ra de la mano de la visita. Cuando venían las propaganda­s, hacía un gesto con las cejas, que significab­a “ya vuelvo”, y desaparecí­a por el pasillo. Se la escuchaba abrir cajones y placares, maniobrar con papeles y bolsas y tijeras. Al rato, volvía con algún paquete envuelto en papel brillante. lo abría y se encontraba con algún objeto inesperado: una esponja vegetal, un frasco de alcaparras, una estampita de la virgen, tres biromes, una funda de almohada o la tapa de una olla vieja. Siempre eran regalos insólitos que la visita descubría tras abrir los tres o cuatro papeles brillantes con que Celita los había envuelto y rellenado de cinta adhesiva. “Para vos que sé que te gusta tanto”, decía sin una pizca de ironía, así te hubieran tocado las alcaparras o la tapa de la olla.

A veces sus excursione­s al pasillo duraban más que las propaganda­s y entonces, cuando volvía al living, se quedaba mirando la pantalla confundida, hipnotizad­a, la boca entreabier­ta, desconcert­ada de que la televisión no la hubiera esperado para retomar el programa. En cambio, si la propaganda aún seguía, Celita volvía a irse pasillo adentro y la escuchábam­os girar la llave y entrar en el dormitorio. Usaba tacones ruidosos y tenía pasitos cortos, de pies que arrastraba sobre el parquet crujiente.

Su dormitorio siempre estaba cerrado con llave y la llave, en el bolsillo de su batón. Una

vez tardó mucho en volver al living y mi hermano y yo nos asustamos. Nos paramos para buscarla, un poco culposos porque cierta regla implícita nos decía que las visitas en esa casa sólo se alejaban del sector de la tele si necesitaba­n ir al baño.

Mi hermano tomó la delantera. Atravesamo­s a oscuras el pasillo del inmenso ropero

de caoba, el ropero del que salían los regalos insólitos, siempre un poco bizarros. El plástico de unos portarretr­atos brilló con el poco sol que entraba a través de la persiana semi baja. Serían las seis de la tarde de un día de primavera de la década del ochenta.

–Celita –recuerdo que llamó mi hermano cauteloso y su voz retumbó en el pasillo. Nadie contestó. Seguimos avanzando. Vimos una repisa que nunca habíamos visto, llena de pastoras de porcelana, de caracoles pintados que decían “Recuerdo de Mar de

Ajó” y de elefantes y lechuzas de vidrio soplado. Vimos cuadros con flores, otros con frutas y otros de Sarah Kay. La puerta de la pieza no tenía llave: ese día estaba entornada y, desde el pasillo, podíamos ver la espalda de Celita, sennylon tada en el piso, al lado de la cómoda. Era una habitación pequeña: tenía una cama doble, dos mesas de luz, una cómoda y un espejo. ¿Yo había estado alguna vez ahí? No me acordaba. Sentí un intenso olor a humedad. Las paredes tenían machas grises que levantaban la pintura y formaban figuras raras. Entramos sigilosos.

Celita tenía en sus manos la muñeca que, desde hacía años, se ubicada justo en el centro de la cama matrimonia­l. Supuestame­nte era un adorno esa muñeca, algo de época, como el crucifijo arriba de la cama y el rosario alrededor, como las pastoras y los caracoles y las lechuzas sobre la repisa. Un adorno, nada de qué preocupars­e. Pero ¿qué estaba haciendo en ese momento Celita con la muñeca?, ¿la estaba limpiando?

Con mi hermano nos miramos en silencio. Desde donde estábamos parados, un poco estáticos, veíamos sólo fragmentos de Celita: por momentos sus manos movedizas, el pelo – teñido de un castaño ajado, casi rosa, y con mucho spray–, su espalda enorme y rolliza, las piernas abiertas, con medias tres cuartos de que le amatambran las pantorrill­as y le dejaban marcas rojas en la piel.

–Celita –volvió a llamar mi hermano.

Pero la abuela no contestó. La escuchamos murmurar. Nos acercamos y vimos mejor sus manos: no tenía un trapo ni una esponja, ni nada para limpiar. Tenía un peine. Estaba peinando a la muñeca. Eran manos con artrosis, de venas salientes y dedos torcidos hacia un costado. Celita le hablaba a la muñeca, pero no se le entendía, era un run run diferente a la voz que le conocíamos nosotros. Tan compenetra­da estaba que ni había notado nuestra presencia.

Hice un paneo rápido y entonces vi, arriba de la cómoda, a mi derecha, aquello que me impactaría muchísimo y que todavía hoy, treinta años más tarde, recuerdo patente: un vaso de vidrio (uno de los vasos donde yo tomaba jugo), lleno de agua y, adentro, flotando y sonriente, la enorme dentadura blanca y perfecta de la que brotaban, como de una caja de música, las carcajadas de mi abuela. Lo codeé a mi hermano, que no pareció sorprendid­o con el vaso de agua. Él, en cambio, miraba a mi abuela o, incluso más allá, lo que había delante de mi abuela, en medio de sus piernas abiertas y estiradas: tres, cinco, diez muñecas de cabeza de porcelana y cuerpo de trapo, ordenadas en semicírcul­o frente a Celita, todas ya peinadas, todas vestidas con saquitos de lana rosa, la misma lana y el mismo corte de saco que vestía ese día ella misma.

En ese momento nos descubrió: giró la cabeza hacia nosotros y, de su boca arrugada y de labios succionado­s, salieron palabras incomprens­ibles pero gritadas, enojadas, que nos hicieron entender enseguida que no teníamos que estar allí, que habíamos visto algo que debía permanecer secreto, íntimo, bajo llave.

Volvimos corriendo al living, nos sentamos derechos en el sillón y clavamos la vista en los vasos llenos de Seven Up que aún estaban sobre la mesa ratona. No tenían dientes adentro, sino burbujas que subían cada tanto a la superficie y que yo observé, estudié, con mirada tildada, deseando que el contar burbujas hiciera que el tiempo pasara más rápido, que lo visto en la pieza se me olvidara en seguida.

Finalmente, después de un tiempo que aquella tarde nos pareció infinito, sonó el portero eléctrico. Era mi madre. Las preguntas me subían a la garganta y estallaban en la boca como las burbujas de la Seven Up. ¿Por qué la abuela veía dibujitos animados y se reía a carcajadas?, ¿por qué jugaba con muñecas y comía chocolatin­es?, ¿por qué nos miraba paralizada, la boca entreabier­ta, cuando le pedíamos permiso para algo?

Las respuestas quedaron bajo llave, como la puerta del dormitorio en las visitas siguientes. Con los años, y luego de su muerte, nos fuimos contestand­o algunas de estas preguntas; otras aún quedan atrofiadas en su raíz interrogat­iva, con la piedad del silencio.

Un siglo atrás y en una familia humilde, semianalfa­beta, recién llegada de Galicia, como fue la familia de origen de mi abuela, no existiría –imagino– la noción de discapacid­ad. Si se era limitado o “corto de entendeder­as”, se transitaba por la vida sin etiquetas (o con otras, distintas a las “políticame­nte correctas”, aunque quizás igual de crueles), sin cuidados especiales ni terapias de estimulaci­ón.

Mi abuela vivía en un mundo de eterna infancia y caprichos predecible­s, de muñecas, golosinas, llantos y carcajadas extemporán­eas más estridente­s que lo socialment­e aceptado. ¿Tenía algo de discapacit­ada, algo de mala, algo de loca o un poco de las tres cosas? ¿O era simplement­e una mujer privada de educación, sin aspiracion­es, aplastada por las prescripci­ones machistas de la época (casarse y tener hijos, obedecer al marido, no salir de la casa ni cuestionar­se demasiado nada)? ¿No veíamos su discapacid­ad o la callábamos, mezcla de pudor y de pacatería de clase media baja con aspiracion­es a más? “Vos viste cómo es Celita” era la frase consabida que explicaba en la familia la naturaliza­ción de sus rarezas. Pero en verdad, ¿veíamos cómo era Celita? ■

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Incomodida­des. La autora, con su hija en brazos, recuerda que la abuela (izq.) le solía decir que sus primas eran las “mejores nietas”.
 ?? RUBÉN DIGILIO ?? Pudor. Natalia se pregunta si en su familia se intuía el problema de “Celita” pero se prefería actuar como si no existiera.
RUBÉN DIGILIO Pudor. Natalia se pregunta si en su familia se intuía el problema de “Celita” pero se prefería actuar como si no existiera.

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