Vidas recortadas en una mañana porteña
Dos balcones, a la misma altura, y a unos metros de distancia. Edificios de viviendas, uno da sobre la avenida y el otro se asoma a una de las calles que la cortan. Casi simultáneamente, en ambos aparece un hombre y se pone a fumar. El que mira la avenida mientras da pitadas a su cigarrillo se ve tranquilo, relajado, disfrutando de ese momento. Aprovechando, se diría, más allá del abrigo que lo arropa en una mañana soleada y fresca, de la excusa que lo obligó a salir a la intemperie. Es un balcón muy largo, pero no lo recorre. Cómodamente acodado sobre la baranda, se concentra en lo que sucede ocho pisos más abajo, en medio del tránsito de un día hábil en ese rincón de la Ciudad.
El otro balcón muestra una imagen completamente distinta. Ese segundo hombre lo recorre sin tregua ni descanso, en toda su longitud. Lo hace a grandes pasos, nervioso. No fuma con placer sino, se diría, con desesperación. Como si de cada pitada buscara extraer alguna respuesta. Sin dejar el cigarrillo, habla ahora por su celular. Gesticula, se puede inferir que casi grita, moviéndose de una punta a la otra, ajeno por completo al paisaje urbano. Su angustia puede palparse aun a la distancia.
¿Un conflicto amoroso, un problema económico, preocupación por la salud de alguien querido? Con diferencia de segundos, cada uno termina su cigarrillo y se devuelve al reparo, ventanales adentro. Un observador desprevenido se ha asomado, por unos minutos, a la dicha y al drama de dos desconocidos, cobijados ahora en su intimidad, con la felicidad o el infortunio a cuestas. Dos historias anónimas, en la ciudad desnuda.