Descubrimos que el relato ya es otra pasión
Al final, el relato terminó por ser una pasión argentina. No el relato tradicional, el cuento de las buenas noches, el de las tradiciones y las epopeyas. La pasión que sentimos es por el relato que quieren que creamos. Siempre que un relato pretende imponerse, pide a los relatados un sacrificio. Hace miles de años esa técnica sirvió para unir a la gente, afianzar y sostener las religiones, por ejemplo. Pero en el siglo XXI, esa sagacidad se trasladó a lo social y a lo político, con resultado incierto. El ritual del sacrificio ya no es ni el cristiano, ni el azteca: el relato nos pide hoy el sacrificio de la credulidad.
Es una gigantesca trampa que sólo tiende a apuntalar el relato inducido. A ninguno nos gusta pasar por tontos, y menos serlo de cuerpo entero. De manera que cuanto más sacrificio empeñemos en una determinada creencia, más se fortalece esa fe. Si el sacrificio de la credulidad es nuestro, la disyuntiva es tremenda: o bien el relato es verdad, o somos unos idiotas irredentos. Cuando pedimos el sacrificio a otros, el dilema es idéntico: o el relato es cierto, o somos unos villanos despiadados. Tampoco quiere nadie ser idiota o villano. Por lo tanto, el relato, cualquiera, tiene que ser cierto. Así es como abonamos ideas, creencias y procederes que fueron, son o se tornan violentos, corruptos, autoritarios o estúpidos; y así sostenemos a quienes relatan el relato: nos es imposible descreer de nuestras creencias a riesgo de pasar por lo que no somos. O por lo que sí somos, pero no queremos que se note. La vida no es un relato y la fe necesita revisión, ojo atento, alerta máxima. Eso también es pasión.