Clarín

Descubrimo­s que el relato ya es otra pasión

- Alberto Amato aamato@clarin.com

Al final, el relato terminó por ser una pasión argentina. No el relato tradiciona­l, el cuento de las buenas noches, el de las tradicione­s y las epopeyas. La pasión que sentimos es por el relato que quieren que creamos. Siempre que un relato pretende imponerse, pide a los relatados un sacrificio. Hace miles de años esa técnica sirvió para unir a la gente, afianzar y sostener las religiones, por ejemplo. Pero en el siglo XXI, esa sagacidad se trasladó a lo social y a lo político, con resultado incierto. El ritual del sacrificio ya no es ni el cristiano, ni el azteca: el relato nos pide hoy el sacrificio de la credulidad.

Es una gigantesca trampa que sólo tiende a apuntalar el relato inducido. A ninguno nos gusta pasar por tontos, y menos serlo de cuerpo entero. De manera que cuanto más sacrificio empeñemos en una determinad­a creencia, más se fortalece esa fe. Si el sacrificio de la credulidad es nuestro, la disyuntiva es tremenda: o bien el relato es verdad, o somos unos idiotas irredentos. Cuando pedimos el sacrificio a otros, el dilema es idéntico: o el relato es cierto, o somos unos villanos despiadado­s. Tampoco quiere nadie ser idiota o villano. Por lo tanto, el relato, cualquiera, tiene que ser cierto. Así es como abonamos ideas, creencias y procederes que fueron, son o se tornan violentos, corruptos, autoritari­os o estúpidos; y así sostenemos a quienes relatan el relato: nos es imposible descreer de nuestras creencias a riesgo de pasar por lo que no somos. O por lo que sí somos, pero no queremos que se note. La vida no es un relato y la fe necesita revisión, ojo atento, alerta máxima. Eso también es pasión.

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