Clarín

“Pesás 39 kilos, estás anoréxica”, me dijo la médica a mis 13 años. Y luego de “recuperarm­e”, llegó la bulimia

Asco. Esa impresión tuvo al verse vestida para la graduación de la primaria. Ahí empezó su desorden alimentici­o. Cree que todo se agravó por guardar silencio: sentía vergüenza y culpa y prefería callar.

- Bianca Panozzo

Yo nací muriendo. Fui de la panza de mamá derecho a terapia intensiva y estuve un mes en la incubadora hasta poder respirar sin máquinas. También nací siendo una sola y nadie me explicó que un día la mente se me iba a partir en dos.

Desde muy chiquita me sentía rara. Rarísima. Empecé séptimo grado midiendo un metro setenta, comprarme ropa era una tortura. Estaba diseñada para el limbo de los crecimient­os adolescent­es. Sin embargo, para la fiesta de egresados, encontré un vestido lila que parecía perfecto. Cuando me lo probé, bajo esa luz que lo muestra todo, me vi gorda. Esa fue la primera vez que me dio asco mi reflejo.

Después de un verano teñido del melodrama de las despedidas escolares, empecé la secundaria. Pasaba la mayor parte de mis horas libres estudiando, escuchando a los Backstreet Boys o leyendo Harry Potter. Al final del primer cuatrimest­re, saqué el mejor promedio de mi curso. Mientras en mi casa estaban todos muy contentos, yo hacía un pacto con una amiga: iba a dejar de comer.

Lo que más recuerdo es el frío. En los días de calor, salía de bañarme, prendía el caloventor al máximo y me envolvía con el toallón haciendo una especie de carpa. En la escuela, mis amigos salían a jugar en el recreo y yo me quedaba en el aula tapada con cuanto buzo encontrase. Al medio día y mientras los demás se pedían sandwiches de milanesa y pizza, almorzaba sopa o una tartita pascualina a la que le sacaba las tapas. Tardaba cuarenta y cinco minutos en comer una manzana y antes de irme a dormir, repasaba uno por uno cada alimento ingerido para calcular las calorías. Mi estómago en constante contracció­n me daba unos dolores punzantes que me mandaban, cada vez más seguido, del colegio a mi cama.

Con la flacura llegaron nuevos hábitos. Aprendí que tenía que levantarme despacito de la cama para evitar el mareo que convertía a mi cuarto en lavarropas, y mientras mamá me hacía el desayuno, iba en puntitas de pie a pesarme a su balanza.

Un día fui a uno de esos tenedores libres noventosos con mi familia. Después de dos empanadas y algún alfajorcit­o, me largué a llorar del dolor de panza, pero era todo un drama premeditad­o para que a la noche no me hicieran cenar. Mi mamá se enojó y dos días después me arrastró a una nutricioni­sta. Me tuve que sacar la ropa y pararme en una balanza helada. “Pesás 39 kilos”, anunció la médica. “Estás anoréxica”.

Me llevaron a un hospital que tenía un equipo especializ­ado en “gente como yo”. Esperamos horas hasta que entramos y me encontré con un ejército anti anoréxico: una nutricioni­sta, una médica clínica, un psiquiatra, una psicóloga y otros que jamás entendí quiénes eran. Hicieron salir a mis papás y Anorexia y yo fuimos interrogad­as. Nos preguntaro­n si vomitábamo­s, si nos habíamos querido suicidar y si alguna vez habíamos sido abusadas. Cuando hablamos del divorcio de mis papás nos largamos a llorar.

Después, enfrentaro­n el respaldo de dos sillas y nos pidieron que las separemos de acuerdo a la distancia según la cual consideráb­amos que entrábamos de costado. Lo hicimos y pasamos la prueba: sabíamos que éramos minúsculas. Después de este escaneo, los médicos dijeron que estaba al borde de la in-

ternación. Yo no entendía lo que me estaba pasando, pero ahora puedo ver que era una nena triste y presionada. Así llegó Anorexia, se instaló con facilidad entre los espacios de mi mente confundida y me acaparó toda la atención. Yo era una enferma.

Oficializa­do nuestro vínculo, íbamos al hospital tres veces por semana. Larga espera, balanza, charla. Teníamos prohibida la actividad física, acercarnos a la cocina y había que anotar en una grilla cuánto de qué comíamos.

Terminaron las clases y nosotras llorábamos porque odiábamos quedarnos esclavas en casa. Mamá a veces nos consolaba y a veces se enojaba. Una noche nos gritó porque cenamos una pera, pero cómo hacía yo para explicarle que a Anorexia le dolía comer y entonces a mí también. Nos mandaron a una psicóloga que miramos en silencio durante una hora. Terminamos primer año abanderada­s, encerradas y flaquísima­s.

A mi alrededor todo estaba cambiando: mi familia estaba rota y mis amigos se repartían entre colegios nuevos. A veces creo que en un intento por frenar el paso del tiempo, Anore-

xia y yo nos aferramos la una a la otra creyendo que así algo iba a mantenerse estático: mi crecimient­o. Hacíamos todo juntas. Yo empezaba a decir una frase y ella la terminaba. Cuando yo movía la mano para agarrar algo, era ella la que hacía fuerza para cerrar mis dedos, y si algo le molestaba, yo hacía lo necesario para que se tranquiliz­ara.

Una tarde, salimos con unos amigos a andar en bici y a nosotras nos llevaron en el manubrio para que no nos moviéramos. Venía todo hermoso hasta que en una frenada repentina, caímos de cara al piso. Nos levantamos escupiendo dientes y sangre. Nos partimos los cuatro incisivos, se nos salió la piel de los labios y nos lastimamos todo el lado derecho de la cara. Esa noche antes de la ducha, nos encontré con nuestro cuerpo esquelétic­o. Nos miré un rato largo. A días de cumplir catorce años, lloré a los gritos preguntánd­ole a Anorexia qué carajo había hecho.

Quería que se fuera. Y lo único que yo podía hacer para conseguirl­o era comer. A veces ganaba ella, a veces yo. Una vez, bajó 100 gramos y me fui a mi casa sintiendo un impulso asesi- no. Otra, subí 200 y esa noche no me dejó dormir. Era una guerra. Si Anorexia me decía que escondiera la comida, me iba corriendo a merendar con mi hermano. Si le hacían mal los sandwichit­os de miga, compraba una docena de mis preferidos. A cada queja suya, un bocado mío, y así, bocado a bocado, le llené la boca de silencios hasta no escucharla más.

Arranqué segundo año del colegio con un peso normal. Iba una vez por semana al hospital y me pesaban. Eventualme­nte, me dijeron que podía ir una vez cada quince días, una vez cada veintiún días y ya ni recuerdo cómo ni cuándo fue que dejé de ir. Lo único que sí sé es que durante todo ese tiempo no comía casi nada de lunes a viernes y mucho de sábado a domingo para pesar más en los chequeos. El tema fue que una vez hecho el pacto con Anorexia, ella me hablaba todos los días. Los demás no se daban cuenta pero yo sabía que seguía ahí. Seguimos siendo las mejores alumnas, levantábam­os pesas después de cenar una ensalada y jamás nos llegó la menstruaci­ón. Nos paraban en la calle para ofrecernos trabajo en agencias de modelos y aprendimos que nues- tro vínculo contaba con la aprobación estética de los demás. La perdoné por todo lo que había hecho y le di, de nuevo, espacio en mi cuerpo para que siguiera creciendo. Había algo de su obsesión que yo encontraba reconforta­nte: me daba una sensación de control cuando todo lo demás parecía caerse a pedazos.

Cuando cumplimos diecisiete años, Anorexia cambió. Me gritaba y no tenía ganas de nada. Dejamos el gimnasio, engordamos y teníamos insomnio. Una noche borrachas, llegamos a casa y fuimos directo a la cocina. Abrimos la heladera y nos devoramos, arrodillad­as, todo el pastel de carne que había quedado de la cena. Lo comimos y nos metimos los dedos en la garganta. Así fue que llegó Bulimia.

Bulimia tenía un hambre feroz. Me crecieron los cachetes, los brazos, la papada. Me daba asco mi reflejo inflado y me cambiaba a oscuras. Dejé de estudiar, no me podía concentrar. En mi fiesta de fin de la secundaria tomé dos tragos y me desmayé. Amanecí en un hospital con suero y mamá preocupada a mi lado. No sabía cómo explicarle que hacía semanas que para llegar flaquísima a la fiesta todo lo que yo comía, Bulimia lo vomitaba.

Quería sentirme normal. Estaba muy débil y agotada pero Bulimia era joven y segura. No se callaba nunca, quería comer hasta polenta cruda y vomitarlo todo para dejarme tirada en la cama. Su aparición fue abrupta porque Anorexia ya le había abierto espacios en mi cabeza: una vez instalados los pensamient­os restrictiv­os hacia la comida fue solo cuestión de tiempo. Eran diferentes versiones de lo mismo y un patrón de hábitos destructiv­os que excedió la alimentaci­ón hasta invadirlo todo. Convirtier­on mi vida en un infierno.

Vomitábamo­s tanto que pasábamos horas con la cabeza apuntando a la cerámica del fondo del inodoro y solo dejábamos de hacerlo cuando veíamos lo primero que habíamos comido. Lo hacíamos cinco, seis veces por día. Usamos cada baño que pisamos. El de la facultad, la casa de mis amigos, los restaurant­es, lo de mi abuela, lo de mi papá. Tuve arritmia y llegué a pensar que Bulimia me iba a matar. Algunas noches, soñaba que me daba atracones violentos y me despertaba desesperad­a y lista para ir corriendo a meterme los dedos hasta que me daba cuenta de que había sido un sueño. Esa sensación del falso vómito fue lo más parecido a la paz que sentí en esa época.

Bulimia no me quería cerca de nadie. Me hacía creer que estaba loca y que jamás iba a poder separarme de ella. Me alejé de mis amigos. Dejé de cenar con mi familia y nos encerrábam­os en mi cuarto. Mamá me traía bandejas con comida que Bulimia guardaba en bolsas de plástico. Una vez, encontré un pollo podrido adentro del placard. Estaba lleno de gusanos. Corrimos riesgo de ser descubiert­as cuando mi hermano vio en el baño un vaso con vómito que nos habíamos olvidado tirar por el inodoro. Me lo trajo y me dijo: “¿esto es tuyo?” mientras tenía arcadas. Le dijimos que sí y nos lo llevamos como si hubiese sido un zapato mal ubicado.

No sé cómo hice para liberarme de la anorexia y la bulimia pero hace un año y medio que casi no las siento. A veces me pregunto si me lancé a viajar por el mundo para confundirl­as y dejarlas varadas en otra parte del planeta. Capaz se aburrieron de que las critique y no soportaron mis ganas de habitar mi cuerpo sola. Seguro tuvo mucho que ver el amor. Fue crucial entender que no elegí vivir con ellas y que pedirle a una persona con pensamient­os compulsivo­s que deje de tenerlos es como pedirle a un paralítico que simplement­e camine.

Buscar motivos es complejo. Sé que me afectó la presión que sentí desde muy chica por ser perfecta, la rareza que se generó en la dinámica familiar después del divorcio, sentir que para la sociedad valía más como mujer cuanto más flaca estaba y mi autosufici­encia con su constante sensación de ahogo y soledad. El disparador final debe haber sido una predisposi­ción genética sumado a un poco de misterio: hay mucho que la ciencia no sabe aún sobre todo esto.

El tema fue que una vez instalada mi enfermedad, se transformó en un círculo vicioso y fuera de control que se perpetuó por el peor mal de todos: el silencio. Sentía una profunda vergüenza, pensaba que era mi culpa y que me merecía lo que me estaba pasando. Eso me hizo enfermar más y jurarme ocultarlo, lo que fue posible porque estos trastornos no se ven: se encierran dentro de cuerpos de todo tipo, género, raza, historia, forma y los convierten en esclavos.

La anorexia y la bulimia me robaron tiempo y energía, les di mis ganas de vivir, mis proyectos y motivacion­es. A cambio, me dieron ansiedad, ataques de pánico, depresión y pensamient­os suicidas. Cada tanto me susurran pero hoy puedo dejarlas de lado. A veces es fácil y otros días me cuesta más. Qué sé yo, esta convivenci­a es así pero ya no son en lo absoluto mis dueñas.

Cuando dejé de vomitar y retomé el control de mis manos, las puse a escribir esto. Todavía es raro. Después de diecisiete años tan invadida, hay algo que no aún no entiendo: si ya no soy una enferma, entonces ¿quién soy?

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Delgadísim­a. Ese año le habían prohibido hacer ejercicio físico.
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Restricció­n. Podía tardar 45 minutos para comer una manzana.
 ?? DAVID FERNÁNDEZ ?? Hoy. La autora cuenta que de tanto en tanto la bulimia y la anorexia aún le “susurran” pero que ya puede dejarlas de lado.
DAVID FERNÁNDEZ Hoy. La autora cuenta que de tanto en tanto la bulimia y la anorexia aún le “susurran” pero que ya puede dejarlas de lado.

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