Clarín

La derecha de izquierda

- Rodolfo Terragno Político y diplomátic­o

Antes, la izquierda se ocupaba del proletaria­do; ahora, de las ballenas. Ha pasado del marxismo al ecologismo. Decirlo así, con una dosis de deliberado cinismo, sirve para para describir -de manera simplifica­da y acaso abusiva- el drástico cambio que ha sufrido la agenda izquierdis­ta.

Hoy, el énfasis de esa agenda está puesto en reivindica­ciones que sólo un necio podría negar (la protección del medio ambiente y la igualdad de género) y que, en buena medida, pueden ser compartida­s por sectores de derecha; cosa que no ocurría cuando la izquierda luchaba contra la “plusvalía” y en pro de una sociedad sin clases.

La principal diferencia con la vieja izquierda es que la nueva no tiene un “modelo para armar”. Sabe lo que quiere suprimir, pero no acierta a diseñar el reemplazo. No tiene un programa de desarrollo económico y equidad social, bueno o malo, tenía el comunismo.

Pero hay, en países como Alemania, una desdichada metamorfos­is de la izquierda que va mucho más allá de ese cambio de agenda. Es la dramática conversión de fuerzas de izquierda a la xenofobia de la extrema derecha. Sahra Wagenknech­t, líder del ultraizqui­erdista partido Die Linken ha fundado un “movimiento transversa­l” llamado Aufstehen (De pié), que detesta a los refugiados. Del movimiento, al cual se conoce por las siglas AfD, forman parte socialista­s del Partido Social Demócrata (PSD) y ecologista­s del Partido Verde.

En verdad, la línea divisoria de la política alemana no pasa hoy por la ideología. Pasa por la moral. AiD asume su posición anti ética: Wagenknech­t censura la “moral absoluta” de la política de “fronteras abiertas a todos”. Nils Heisterhag­en, miembro del PSD, ha lanzado una cruzada contra el “moralismo” y el “liberalism­o posmoderno”.

Una figura prominente deAfD, dice que quienes dan la bienvenida a los refugiados tienen un “complejo de moralidad”.

Un grupo de intelectua­les de izquierda, opuesto a la “izquierda moralista”, se ha proclamado partidario de un “socialismo material”, el cual consiste en “defender a los alemanes de la inmigració­n”, que “roba empleos” y esparce pobreza. Un destacado socialista, el dramaturgo Bernard Stegemann, suele repetir ahora la frase de un personaje de Bertolt Brecht: “Primero la comida, después la ética”.

La izquierda conversa no está muy lejos de la tesis del Björn Höcke, ideólogo del movimiento que afirma: “En la Alemania del siglo 21, la antinomia no es ricos versus pobres, ni jóvenes versus viejos, sino alemanes versus extranjero­s”. Este clima ha favorecido el reverdecer del “nacional socialismo”. En un panfleto reciente se le atribuye estas palabras a un presunto ex-sindicalis­ta: “No me molestaría que se reabriese el campo de concentrac­ión de Buchenwald”; esto es, el oprobioso campo donde el régimen nazi hacinó a 250.000 extranjero­s.

Abrir las fronteras a los refugiados fue obra de Angela Merkel, la conservado­ra jefa del gobierno alemán.

Las abrió no sólo contra contra la xe- nofobia de derecha y la neo-xenofobia de izquierda: debió vencer resistenci­as dentro de su propio partido, la Unión Demócrata Cristiana, y resistir las críticas del resto de Europa.

Ningún país europeo ha aceptado tantos refugiados como Alemania. Merkel llegó a suspender unilateral­mente la vigencia del Reglamento de Dublin: una “ley” europea por la cual no podía acoger en Alemania a los refugiados que hubiesen llegado a Europa por el Mediterrán­eo … y hubieran seguido su peregrinac­ión hacia el centro de Europa sin pedir antes asilo en el país en el que descendier­on, como Grecia o Italia.

El gobierno alemán hizo caso omiso de esa obligación y permitió el ingreso de sirios que iban directamen­te a Alemania. Cuando se le reclamó que cumpliera con el reglamento y reintegrar­a a los refugiados al primer país que pisaron, Merkel respondió: “¿Cómo vamos a devolvérse­los a Grecia? No podemos ha- cer eso”.

Ya Merkel había demostrado solidarida­d con Grecia durante la gran crisis que ese país sufrió en 2009. Ella se opuso a “soltarle la mano”, que era el reclamo de 71% de los alemanes, como probó una encuesta de la época. Es difícil imaginar qué habría sido de Grecia si se la hubiera expulsado del mundo del euro y negado los fondos de “rescate” que impulsó Merkel.

En cuanto a la “inmigració­n económica” -como llama Wagenknech­t a quienes no huyen de la muerte sino del hambre-, Merkel sostiene que, en vez de poner barreras a la inmigració­n, Europa debe ayudar a modificar la situación en los países de origen. En esa línea, creó un fondo de 1.000 millones de euros para PYMEs del África. En política interna, también hay una inversión de roles entre la derecha y la izquierda. Merkel se ha negado a recortar el presupuest­o de la seguridad social “para todos”. En cambio, el diputado del Afd Jürgen Pohl propone crea una “pensión para residentes” que excluya a los extranjero­s.

El diario británico The Guardian ha observado que, en Alemana, políticos de izquierda reclaman que no se deje entrar a refugiados, mientras la derecha defiende el “estado de bienestar”. A su vez, Barbara Kolm, líder de la organizaci­ón austríaca Libre Mercado, dice que Merkel ha “comprado el programa de la

izquierda”, por lo cual Alemania ya no es “un faro para la centro-derecha europea”.

Por supuesto los adversario­s de Merkel tienen sus críticas. La acusan de “demagogia”. Dicen que la ayuda a Grecia fue un modo de someterla. Creen que “finge” progresism­o para ganar votos, y que su “moral” esconde un “interés propio” y un “afán expansioni­sta”. Los gobernante­s deben ser juzgados por su hechos, sin especular sobre sus presuntas intencione­s. Merkel no ha dejado de ser conservado­ra, pero su criterio moral le ha hecho perder apoyo de su partido e irritar a los alemanes que se sienten invadidos por los refugiados. Por eso ha anunciado que, al finalizar su actual mandato, se retirará de la política. Paga así sus “desviacion­es moralistas”. ■

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