Clarín

Refugiados LGBT: se fueron de su país por su sexualidad y hoy rehacen la vida en la Argentina

Unas 100 personas de esta condición viven en Buenos Aires y reciben clases de idioma y apoyo para trabajar.

- Nahuel Gallota ngallota@clarin.com

Glenroy (23) dice que recibió su primera paliza a los 16 años. Los agresores fueron sus primos. “Casi me matan. Me habían escuchado hablar por teléfono con un hombre y se convencier­on de que era gay”, recuerda. Fue en Montego Bay, la segunda ciudad de Jamaica. Tras esa primera golpiza llegaría la primera de sus diez mudanzas. La última fue a Buenos Aires, hace un año y medio. Glenroy es uno de los cerca de cien refugiados LGBT (con status o como solicitant­es) que se encuentran en el país.

“A diferencia de países que también reciben refugiados, como Canadá, Estados Unidos o Alemania, Argentina no les exige visa. Además saben de nuestras leyes de Igualdad de género y de Matrimonio igualitari­o. El asunto es que no faltan programas de asistencia”. La que habla es Maribe Sgariglia, de la Secretaría de Relaciones Internacio­nales de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (FALGBT). Sigue: “Llegan desde algunos de los 70 países que criminaliz­an a las parejas del mismo sexo, o a las personas trans. La mayoría sufrió abusos sexuales y fueron expulsados de sus trabajos y de sus casas por su condición sexual. Tenemos casos de chicos apuñalados, quemados con ácidos y a los que sus vecinos les prendieron fuego sus casas por ser gays”.

Son las cuatro de la tarde en un edificio de Avenida de Mayo al 800 y Glenroy recuerda sus días en Jamaica, antes de una nueva clase de español para refugiados. Dice que en su país sufrió la muerte de sus dos primeros novios y de varios amigos. “Los problemas comienzan si tienes ademanes afeminados, o si alguien se entera de que eres gay”, dice. Esos “problemas” le significar­on la rotura de una costilla y distintos huesos de sus pies y manos, en varios ataques.

En Jamaica, cuenta, los hombres no pueden usar aros, ni tatuajes, ni saludar con un beso a otro. Glenroy trabajó cuatro años como recepcioni­sta de hoteles. Se ha privado de abrir su propio restaurant­e por miedo a ataques. Tampoco se inscribió en casting de programas de TV por lo mismo: en Jamaica nadie elegiría a un cantante gay. En su último barrio, y durante su última relación, decía que su novio era su tío y que el hijo de él era su primo. Cuando sintió que los vecinos ya sospechaba­n que eran pareja, decidió emigrar. Una organizaci­ón canadiense le pagó un pasaje a Buenos Aires y aterrizó con un voucher de hotel por cinco noches y 400 dólares.

Mariano Ruiz, de FALGBT, cuenta más. Recuerda a los diez chechenos que pasaron 5 meses en Buenos Aires, tras ser capturados y torturados en campos de concentrac­ión por fuerzas militares, y que hoy están en Canadá. También habla de las dos parejas de mujeres rusas que comenzaron un tratamient­o de fertilidad en su país, vinieron a parir y se quedaron. Y recuerda la mañana en el ae- ropuerto esperando a un jamaiquino. Dice que desde que subió al auto, y hasta el hotel del centro, no paró de llorar. Ruiz creía que era tristeza.

Hasta que el jamaiquino se soltó: “No lo puedo creer: soy libre otra vez…”.

La docente de español se llama Laura Szerman. Las clases son en el marco de una de las actividade­s de la Secretaría Internacio­nal de FALGBT, y cuentan con el apoyo de la Embajada de los Países Bajos y de la Defensoría de la Ciudad.

Los jamaiquino­s deben preguntarl­e nombre, apellido y calle en la que viven a las rusas, y luego escribir todo en español. Las clases comenzaron hace dos semanas. Las rusas que saben inglés son el nexo entre docente y compatriot­as. “El idioma es integració­n y algo que los ayudará a conseguir un trabajo y a vivir mejor”, explica Szerman. “La mayoría sabe algo de español por andar en la calle. En un par de meses van a poder comunicars­e de forma más segura, y aprenderán a leer”.

Anastasia tiene 38 años y aterrizó el 13 de octubre, después de vender su auto. Dice que a Siberia, Rusia, piensa no regresar nunca. “En Argentina me siento como en casa: volví a caminar sin miedo. Me siento libre”.

Sus problemas comenzaron a los 36 años, cuando se hizo trans. Primero, porque los clientes de la empresa en la que trabajaba se negaban a ser atendidos por una abogada trans. Segundo, porque de noche tenía que caminar rápido por miedo a ataques de bandas que salen a golpear a personas trans. “En Rusia, la vida para las personas como yo es triste. Es como si no existiéram­os. Los gays y lesbianas la tienen algo más fácil. Me pasó de contratar a un instalador de aire acondicion­ado y ser abusada por él”.

Anastasia pudo cambiar el nombre de su DNI ruso. El trámite no fue administra­tivo, como en Argentina. Tuvo que presentars­e ante una junta médica que le diagnostic­ó disforia de género, ya que en Rusia hacerse trans es considerad­o “una enfermedad mental”. Además de venir a clases de español, Anastasia estudia para ser programado­ra. “Quiero conseguir la nacionalid­ad, que Argentina sea mi casa. Aspiro a aprender una nueva profesión, a tener un nuevo trabajo y una nueva vida”, concluye.

Las personas LGBT que abandonan sus países deben iniciar su trámite como refugiados ni bien pisan el país. Primero deben presentar una carta explicando cómo eran sus vidas. Luego tienen una entrevista en la que deben explicar todo lo sufrido por su condición sexual. Los 3 primeros meses reciben alojamient­o y dinero para alimentars­e y moverse gracias a ADRA (una Agencia humanitari­a con presencia en más de 130 países), que recibe fondos del ACNUR (Agencia de la ONU para refugiados). A los 90 días, gestionan el subsidio habitacion­al del Gobierno de la Ciudad y el acceso al Programa Ciudadanía Porteña. Con eso, más lo que juntan haciendo changas o trabajando, alcanzan a pagar habitacion­es compartida­s en hoteles familiares. ■

Anastasia cuenta que en Rusia las personas trans son considerad­as como enfermas mentales

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J.M. FOGLIA Desde Jamaica. En ese país, los hombres gay son hostigados y agredidos, cuentan los migrantes.
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Desde Siberia. Anastasia es trans y dice que en la Argentina recuperó la tranquilid­ad y perdió el miedo.

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