Clarín

Entre una decisión demorada y la sanata que nunca termina

- Horacio Pagani hpagani@clarin.com

Un día más. Un día más de espera (por lo menos) para la primera final de la definición más importante de la historia de nuestro fútbol.

Boca y River en la disputa por la Copa Libertador­es. Fue por la lluvia tremenda que comenzó en la madrugada y que debió haber anticipado la decisión de la Conmebol. Porque de lo único que se habló y se discutió fue sobre el estado del campo de juego de la Bombonera y la posibilida­d de que mejorara a las 17.

Se trató, claro, de una falta de respeto a la gente que dudaba entre emprender la aventura o no hacerlo. Con las calles de la Boca cubiertas de agua. Recién a las 15.20 Roberto Tobar, el árbitro chileno, comprobó sobre el verde césped lo que todos veíamos en vivo o por televisión: que era imposible jugar. Que aunque cesaran las precipitac­iones, la seguridad de los protagonis­tas estaría en peligro.

El histórico encuentro debía tener las condicione­s externas normales. Lógicament­e. Demoraron demasiado tiempo. Y colaboraro­n (sin intentarlo, creemos) para que el fárrago de palabras, interpreta­ciones, previsione­s, ilusiones, ¿certezas?, formacione­s, dudas y delirios que se desarrolla­ron en todos estos días tuviera más espacio.

Más tiempo para calcular, definir chances, explicar el VAR, agregarle aspectos meteorológ­icos, Y esotéricos, también. Toda la sanata incluida para palpitar un partido que -luegocuand­o la pelota comienza a rodar, generalmen­te no tiene mucho que ver con las precisione­s anticipada­s. Porque lo mejor que tiene el juego del fútbol -y que lo transformó en el más popular de la Tierra- es la imprevisib­ilidad. La “Dinámica de lo Impensado” como lo definió el periodista Dante Panzeri hace más de 50 años.

Se preparan los equipos. En todos los aspectos. Claro que sí. Estrategia, táctica, preparació­n física. Todo ayuda. Pero una buena maniobra individual, una combinació­n imprevista, un remate sorpresivo, un golpe del azar, aniquilan los mejores pronóstico­s. “Hay que correr” se dice ahora como novedad incontrast­able. Siempre se corrió, claro. Pero ahora se corre más. Y se juega menos. Porque abundan las fricciones. Nadie dice vamos a jugar bien, como premisa.

Y jugar bien no significa correr más. Es más compleja la ecuación. “Hay que presionar alto”, se puso de moda. Querrá decir recuperar la pelota lo más lejos del arco propio posible. Pero no se explica demasiado qué se hace con la pelota recuperada. La discusión es eterna.

Entonces, con la excusa de estos partidos cruciales hay tiempo para la retórica infinita. Y ni pensar en los ríos de palabras que correrán en las dos semanas entre los dos choques.

¿Cómo influyó el primer resultado? ¿Quién llega mejor? ¿Quién es el favorito? ¿Tiene ventaja el local o el visitante? ¿Quiénes están lesionados? ¿Se recuperará­n? Y en una de esas se da un “gol olímpico” y todos los anticipos se derriten. Uno ganará (aun por penales) y otro perderá. Uno festejará estruendos­amente y el otro penará un tiempo.

Y la vida continuará. Será, entonces, cuando hagamos un recorrido de los miles de palabras inútiles que pronunciam­os antes.

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