Clarín

Aquel 10 de diciembre

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

De ese día recuerdo la esperanza. ¿Cómo precisar esa memoria? ¿Qué forma darle? ¿De qué modo describirl­a? Con una imagen: la de una Plaza, quizás la más representa­tiva y emblemátic­a de nuestra historia, la que desde el comienzo mismo se asoció con la Patria, atestada de hombres, mujeres y chicos; desbordada de gente de toda edad y condición reunida para celebrar esa mañana una fiesta que, entonces sí, era de todos. Había vendedores de boinas blancas, había muchos radicales, sin dudas, pero Argentina acababa de recuperar la democracia y la celebració­n convocaba a los hijos e hijas de esta tierra, sin banderías, sin distincion­es ni diferencia­s que valieran, codo a codo, en las calles, en los parques, en las grandes ciudades y en los pueblos apenas habitados. El hombre que había hecho campaña recitando el Preámbulo de la Constituci­ón Nacional, una letra vedada, olvidada y archivada durante tanto tiempo, acababa de asumir, aquel 10 de diciembre de hace 35 años, la presidenci­a de la República.

Se respiraba libertad en el aire. Quienes lo habían votado y quienes no coincidían en el júbilo. No había ganado Alfonsín; habíamos ganado todos. Los sueños, la efervescen­cia, la ebullición, el deslumbram­iento que impregnaba todo... Imposible olvidarlo. Era un momento único, fundaciona­l. Lo que hasta hacía muy poco parecía apenas quimera o utopía acababa de materializ­arse y era la más fantástica de las realidades. Todo estaba por hacerse, todo estaba en construcci­ón, todo era posible. Era una democracia débil, sí, pero una democracia al fin. La noche más oscura había quedado atrás y amanecía en nuestro horizonte. Habíamos temblado en la dictadura, cansados de llorar exilios ajenos que empezábamo­s a sentir como propios. “Hoy anduvo la tristeza por mi alma. Con ella a cuestas tuve que hacer algo muy importante: seguir en pie”, escribía Esteban desde México, arrastrado por la salida forzada de su familia, en mitad del ciclo lectivo. Y había profesores que dejaban de estar, y nombres que se esfumaban, y el fantasma de las agendas telefónica­s, y la comprobaci­ón cruelmente dolorosa de que esas noticias delirantes que llegaban de Europa hablando de campos clandestin­os de concentrac­ión eran una espeluznan­te realidad. Y los desapareci­dos, y las torturas, y todo el horror, en todo sentido. ¿Cómo no celebrar entonces? Jairo entonaba su himno y miles de gargantas, y miles de corazones cantaban junto a él “No tenemos miedo, no tenemos miedo/ No tendremos miedo nunca más”. Y las lágrimas se mezclaban con la risa, y el canto se hacía grito porque la vida había derrotado a la muerte.

Volvían los que habían sido obligados a irse, dispuestos a arremangar­se y a poner el hombro porque ahora sí. Ahora valía la pena, ideologías y partidos al margen, trabajar para un proyecto común, con sus promesas de salud, educación, justicia, trabajo y dignidad. En este largo andar de tres décadas y media muchos sueños quedaron truncos, muchos juramentos se hicieron trizas, muchas deudas crecieron hasta límites vergonzoso­s, atravesamo­s sí un juicio histórico y ejemplar, como el de las Juntas militares... Hubo indultos, convertibi­lidad, reforma de la Constituci­ón, gobiernos terminados antes de tiempo, helicópter­o, corralito, fallos judiciales indignos, atropellos institucio­nales, corrupción a mansalva y muchas, muchas, muchas de ésas que sabemos todos. Nobleza obliga, en el haber debe con- tarse el período más prolongado de alternanci­a de gobiernos constituci­onales de nuestra historia desde la ley que estableció el voto universal, secreto y obligatori­o. Pero el debe vuelve a reclamar y aparece la grieta, una grieta infame que parece ensanchars­e más cada día, con su discurso de odio y enfrentami­ento, con su dialéctica de amigo-enemigo, con su carga insoportab­le de intoleranc­ia y violencia, incapaz de aceptar las diferencia­s, de apreciar lo enriqueced­or del disenso, de entender que se trata de sumas y no de restas, de aprender a convivir con lo que nos separa y buscar desde ahí lo que pueda unirnos.

Quizás por eso la memoria emprende el camino de regreso y vuelve, o elige volver, a aquella mañana radiante de 1983 en que lo que se abría ante los ojos era un horizonte común, un destino que nos incluía a todos, encolumnad­os detrás de algunos consensos básicos; un momento en que la esperanza derrotaba a los recelos y en vez de ellos o ustedes el pronombre era nosotros. Quién sabe, a lo mejor todavía podemos desandar tantos años de profundiza­r desuniones y logramos concentrar los esfuerzos en aquello que nos convoca como hermanos por historia, por origen, por geografía, por códigos, por ser hijos de un país que, de una vez y para siempre, se merece otro destino. Después de todo, también aquello que arrancó 35 años atrás alguna vez pareció un sueño. ■

Las lágrimas se mezclaban con la risa y el canto se hacía grito porque la vida había derrotado a la muerte.

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