Las espumas de la cerveza bajan turbias
“Estoy esperando el boom de las cervecerías artesanales”, me dice un amigo. “Llegaste tarde, ya se produjo”, le contesto.
Se ríe como canchereando y explica que no se refiere al boom del despegue sino al del colapso. Y pone un ejemplo de su barrio, Caballito: en una superficie de diez manzanas (con eje en la avenida Pedro Goyena, entre las muy transitadas José María Moreno y Avenida La Plata) contó diez de estos negocios, todos con ambientación rústica de madera y hierro, mesas altas que pueden ser comunitarias, menú en pizarras negras, avance sobre la vereda. “Y si extiendo el radio de búsqueda, hay un montón más”, se enoja.
Demasiadas cervecerías, todas al mismo tiempo, dice, una al lado de otra: no hay mercado que aguante y menos en tiempos de crisis. Cree ver el futuro en el pasado y convoca un recuerdo: el auge y ocaso del parripollo durante los noventa. Se lo rebato.
Mi argumento es que aquello pudo haberse debido al hartazgo del monoproducto, y que si algo tienen las cervecerías modernas es variedad: de sabores, de amargor, de graduación alcohólica. “Probé una de chocolate y remolacha”, confieso a modo de evidencia.
Mi amigo pone cara de asco y contragolpea: “Nada que haga rechinar los dientes con sólo escuchar su nombre puede sobrevivir”. Lo veo irse con una sonrisa, convencido de que se cumplirá su pronóstico de un apocalipsis de espuma en las calles de Buenos Aires.
En el fondo, pienso, es un cincuentón nostálgico que añora el porrón con maníes, tan poco pretensioso, tan estándar, tan de otra época. ■