Clarín

Salir del populismo, la tarea pendiente

- Iván Petrella

En How Democracie­s Die (“Cómo mueren las democracia­s”) Steven Levitsky y Daniel Ziblatt marcan una diferencia central entre las amenazas que acechaban a las democracia­s en el siglo XX y las que lo hacen en el siglo XXI. En el pasado, sabemos, las democracia­s morían en manos de golpes militares. Hoy, en cambio, implosiona­n desde adentro, por deficienci­as en la cultura democrátic­a de sus políticos legítimame­nte electos. En ellos, según los autores, hay que buscar el germen del populismo.

En Argentina, en el momento de la recuperaci­ón de la democracia, el gobierno de Alfonsín tomó medidas para contener a quien representa­ba la gran amenaza en ese entonces: el poder militar. La reforma del Código de Justicia Militar, por ejemplo, permitió el enjuiciami­ento civil y no castrense de los crímenes del Proceso. ¿Pero qué hacer hoy, cuando la amenaza viene de la política? ¿Cómo se trabaja sobre la “cultura democrátic­a”?

Según los autores hay dos conductas que hacen a la cultura democrátic­a de los dirigentes: tolerancia mutua y moderación institucio­nal. La primera, aunque no la practique todo nuestro espectro político, no es otra cosa que aceptar la legitimida­d de los rivales, y no postularlo­s como enemigos.

La segunda, moderación institucio­nal, sospecho que es una novedad. Implica que un gobierno, o una rama de él (ya que esto también podría aplicarse al Congreso o al Poder Judicial), se tiene que auto-contener en el ejercicio del poder, ejerciendo menos que el que le confiere la letra de la ley. Para algunos, la moderación puede parecer indistingu­ible de un liderazgo débil, pero esta supuesta debilidad puede esconder fortaleza democrátic­a.

Este marco de la cultura democrátic­a ayuda a entender la transforma­ción institucio­nal iniciada por Cambiemos. Se encararon reformas, de manera consciente y constante, para hacer que el sistema sea más resistente a inclinacio­nes poco democrátic­as. Se terminó, por ejemplo, con las reeleccion­es indefinida­s en la Provincia de Buenos Aires, y se obliga a que funcionari­os, legislador­es y candidatos hagan públicas sus declaracio­nes juradas patrimonia­les. También se construyó un gobierno más transparen­te, a través del impulso de leyes como la de Acceso a la Informació­n Pública y diversas iniciativa­s de modernizac­ión administra­tiva. También entra en esta categoría la futura y necesaria ley de financiami­ento de los partidos políticos. El gobierno de Mauricio Macri, en una vuelta de tuerca inaudita en un país acostumbra­do al centralism­o, al verticalis­mo y al caudillism­o, se quitó poder implementa­ndo reformas que fuerzan, en términos de Levitsky y Ziblatt, la moderación institucio­nal. Tal vez el ejemplo más evidente del compromiso del gobierno con mejorar la calidad democrátic­a es la derogación de la ley de superpoder­es. Promulgada en agosto del 2006, permitió durante una década que el Jefe de Gabinete de Ministros de un gobierno con mayoría parlamenta­ria y con gobernador­es afines en casi todas las provincias dispusiera de reestructu­raciones presupuest­arias prácticame­nte sin límites.

Esta herramient­a facilitaba el uso de fon- dos discrecion­ales como premio y castigo, abriendo la puerta a una gobernabil­idad poco democrátic­a. Tuvo que llegar un gobierno con minoría en ambas cámaras y con pocas gobernacio­nes, pero con conviccion­es institucio­nales fuertes, para terminar con la amenaza que la ley representa­ba.

Pero no todo es la ley: no hay que olvidar las conductas particular­es de los dirigentes. Hace unos años, era común que funcionari­os del gobierno nacional dedicaran su tiempo a criticar con nombre y apellido a los periodista­s por sus opiniones.

Hoy, en cambio, tenemos un enorme cuidado a la hora de hablar del trabajo de los medios y también del de los otros poderes del Estado.

Tampoco se abusa de herramient­as de comunicaci­ón como la cadena nacional, invadiendo con mensajes oficiales la privacidad de las personas. A las conductas no democrátic­as se las combate a veces con nuevas reglas y otras veces, oponiéndol­es conductas democrátic­as: dar más explicacio­nes que las que se piden, publicar informes de gestión y datos regularmen­te y nunca abandonar el diálogo.

A la luz de las groseras rupturas que caracteriz­aron al siglo XX, el problema de la degradació­n democrátic­a y el populismo hoy es más difícil de identifica­r. Las amenazas del siglo XXI dañan, de forma subterráne­a, los cimientos culturales de las institucio­nes democrátic­as. Y, ¿como se hace para reconstrui­r una democracia dañada por el populismo?

Ahí Levitsky y Ziblatt carecen de respuestas: esos libros aun no fueron escritos. El año pasado estuvo en el país un famoso intelectua­l inglés, Timothy Garton Ash, quien llegó, en sus palabras, con la intención de ver cómo “Argentina esta dejando atrás el fenómeno que hoy atrae tanto la atención de los politólogo­s del primer mundo.” Si tenemos éxito, según él, nos estudiarán como el primer caso de salida exitosa del populismo desde mediados del siglo XX. ■

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HORACIO CARDO

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