Shtisel
Entre la infinita oferta de Netflix hay una serie que se llama Shtisel. Es el apellido de una familia de ultraortodoxos judíos que vive en esa parte de Jerusalén que parece quedada en el tiempo, como ellos. Los personajes se visten invariablemente de blanco y negro, usan patillas, sombrero, pañuelo o peluca, reparten su vida entre la academia y la casa, entre la cocina y el dormitorio. Bendicen el nombre de Dios antes y después de comer, de saludar, de dar a luz. Nada más lejano a los orgullosos dueños de la modernidad que somos, creyentes o no, judíos o no.
Y sin embargo… Hay en esa pintura una colección de situaciones, y de conflictos, que son los nuestros: la relación padre-hijo. La tensión entre deseo y deber. El amor permitido y el otro. El rol de la mujer, postergada en apariencia. Lo que pudimos ser y lo que somos. Empezamos a querer a Shulem, el padre, y en el mismo episodio lo mataríamos. Y así con el hijo pintor/soñador, y con la hija/madre severa, y con el yerno tramposo/buenazo. Hay referencias políticas que descolocarían a más de un pretendido experto en Medio Oriente, que por aquí abundan. Localismos que nos excluyen. Nada de eso importa: Shtisel nos dice que podrán cambiar las formas y las creencias, pero sufrimos y gozamos con las mismas cosas hace miles de años. Allá y acá. De blanco y negro y de barba o en Netflix.