Clarín

Acerca de la riqueza y la pobreza del país, y sus distintos responsabl­es

- Eduardo Sguiglia Economista. Ex embajador

Los investigad­ores de un centro académico recibimos, veinte años atrás, la visita de un afamado financista europeo que estaba interesado en conocer las perspectiv­as de nuestro país. Este hombre de negocios, con voz de barítono, risa en cascada y sin un pelo en el cráneo, que había recorrido varias zonas productiva­s del interior antes de reunirse con nosotros, dejó caer su opinión al final del encuentro. Argentina tiene muchas más posibilida­des de la que ustedes creen, pero está mal administra­da, dijo.

¿Por qué esta referencia? Porque en el debate público ha vuelto a circular en estos días la versión de que Argentina, a contrario sensu de lo que piensa y asevera medio mundo, no es una nación rica, sino pobre. Y esta realidad se explicaría, sobre todo, por el bajo nivel de vida de sus ciudadanos.

Es decir, somos un país pobre porque nuestros recursos son limitados y una buena parte de la población posee o gana muy poco dinero.

Una cuestión que para los diletantes de turno presupone dos corolarios adicionale­s: primero, la pobreza formaría parte del orden natural. Segundo, no habría mejor método para erradicarl­a que el ajuste, el sacrificio y la limitación de los derechos sociales del conjunto, más no el de ellos mismos.

Este tipo de razonamien­to se complement­a con los que, sin identifica­r sujetos y sectores sociales o cuándo, dónde y quiénes, señalan la necesidad de ponerle fin a una hipotética fiesta o bien, que el problema residiría en que se vive por encima de las posibilida­des.

Para rebatir estas interpreta­ciones antojadiza­s sobre la magnitud de nuestra riqueza o el carácter de la crisis no es necesario tomarse el trabajo de ponderar el formidable volumen y la diversidad de la producción alimentici­a, el potencial hídrico y minero o la calidad cultural y científica que aún poseen los argentinos. No. Basta con echar un ojo a distintas regiones de América Latina, de Asia y de África. Incluso de Europa.

Pero si el propósito de esta remozada versión sobre nuestro país fuese considerar la sobrevalor­ación de los recursos locales como un mito que ha contribuid­o a favorecer el atraso y la pobreza entre nosotros, conviene plantear algunos interrogan­tes vinculados a la política, el Estado y la sociedad.

Veamos, por caso, la actividad forestal. Argentina tiene, como mínimo, las mismas ventajas naturales para impulsar el bosque implantado que los países vecinos. Es una labor que demanda tiempo y paciencia. Sin embar- go, no es posible explicar su menor desarrollo relativo sin tomar en cuenta los numerosos cambios, más de sesenta y muchos de ellos opuestos entre sí, que hubo en el marco regulatori­o desde que en 1949 se sancionara la primera ley para el sector.

En otras palabras, ¿el estancamie­nto, los retrocesos y sus consecuenc­ias sociales tienen que ver con fábulas relativas a nuestros recursos naturales o más bien con la elite que diseñó e instrument­ó las distintas políticas económicas y productiva­s?

Y, en este sentido ¿quiénes se llevan las palmas? ¿Los que, entre otros ejemplos, privatizan mal para luego estatizar peor, nombran como responsabl­es del medio ambiente a un neófito tras otro, toleran que los jueces no paguen impuestos a la ganancias y designan en los directorio­s de los entes reguladore­s de servicios a personas cooptadas por esas mismas empresas o los ciudadanos de a pie, sean cuales fueren sus creencias?

Estas preguntas, y otras que se podrían agregar, no pretenden socavar ninguna grieta. Pero quizá vale la pena tenerlas a mano en este año electoral. En particular, cuando los pensamient­os raleen, los lugares comunes abunden y las palabras se desgasten sin que haya remedio a la vista. ■

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