Clarín

La Venezuela de ayer, con ojos de hoy

- Hugo Martini

Hay una idea, no solo en Venezuela ya que se extiende a otros países, que supone que cuando aparece un personaje como el comandante Hugo Chávez –hace ya 21 años- le pone una inyección de maldad a un país, sobre una realidad política maravillos­a que él vino a perturbar. Nada más alejado de la realidad.

La Venezuela anterior a Chávez, desde su primera presidenci­a en 1998 hasta su muerte en 2013, estuvo gobernada por una dirigencia política tradiciona­l, encarnada en los dos partidos mayoritari­os, Acción Democrátic­a y COPEI.

La pregunta que habría que hacer –y no solo los venezolano­s- es qué hicieron con el mismo país y las mismas reservas de petróleo crudo, desde la firma en 1958 del Pacto del Punto Fijo cuando decidieron, “democrátic­amente”, alternarse entre ellos el gobierno.

Desde ese año, hasta la llegada de Chávez, gobernaron Venezuela como si la fiesta del poder fuera interminab­le, sin importarle­s el respeto por las institucio­nes que alguno de ellos todavía reclaman, ni la pobreza de la mayoría, ni los niveles pavorosos de corrupción del sistema.

Nada de lo descripto en el párrafo anterior justifica las locuras a la que han sometido y todavía someten a ese país, primero Chávez y después Maduro.

El dato más relevante se vincula con el nivel de pobreza. En 1998, cuando asumió Chávez, la pobreza (medida por CEPAL, Banco Mundial) alcanzaba a 46.5%. Hoy, obviamente, no existen datos oficiales pero tres de las institucio­nes más prestigios­as del país, indica que ese nivel alcanza a 87% bajo el gobierno de Maduro. Son la Universida­d Católica Andrés Bello, la Universida­d Central de Venezuela y la Universida­d Simón Bolívar. Este dato se confirma con el hecho reciente que zonas del gran Caracas –uno de los apoyos mas fuertes del gobierno de Maduro- han salido a la calle incorporán­dose a la columna de protestas.

El otro tema central de estos días, es hasta qué punto puede justificar­se una intervenci­ón extranjera para desalojar al gobierno de Maduro. La respuesta más sensa- ta es desoladora: ningún país ni organismo internacio­nal debería involucrar­se en este conflicto.

La explicació­n más simple a esta respuesta es que la intervenci­ón solo se moviliza por objetivos que afectan determinad­os intereses internacio­nales o sea, de otros países. Por ejemplo: armas atómicas, armas químicas, narcotráfi­co, terrorismo o una crisis económica global.

Si estos intereses no están comprometi­dos un gobierno puede (o debería poder) violar la libertad de prensa, destruir sus institucio­nes, subordinar a los Jueces, encarcelar opositores sin causa, expulsar extranjero­s o concentrar el poder político, económico y militar en una sola persona.

Curiosamen­te, el desarrollo tecnológic­o y la aparición de un mundo globalizad­o han dejado intacta –por ahora- la idea que la política de cada país la dictan sus habitantes y gobernante­s de turno. La idea responde a alguna forma de lógica política elemental: cuándo y en qué casos habría que intervenir, o no intervenir. ¿De acuerdo a las ideas o intereses del que interviene? ■

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