Clarín

El Parque de la última estancia porteña

- Judith Savloff jsavloff@clarin.com

Sólo con datos, el Parque Avellaneda (1914) tienta. Con más de 30 hectáreas y 120 especies de árboles, es uno de los principale­s pulmones de la Ciudad de Buenos Aires. Pero el verde tiene competenci­a: ahí está el único casco de estancia (1838 y reformas) que queda en Capital. Imponente y sobrio a la vez, como un atardecer dorado en el campo llano.

Dos torres, una terraza amplia, galerías, arcos y algunos mascarones en las fachadas le dan al caserón del casco impronta italiana. En los techos, las mansardas oscuras evocan influencia­s francesas.

La construcci­ón fue el corazón de un predio mucho más grande: 1.200 hectáreas, que Do- mingo Olivera compró en 1828 en un remate, junto con Clemente Miranda (quien dejó el emprendimi­ento poco después). Por eso, el lugar, hoy conocido como núcleo del espacio cultural de la Chacra de los Remedios, fue llamado desde antes la Casona de los Olivera. De hecho, la familia Olivera lo convirtió en un centro de explotació­n y experiment­ación ganadera y agrícola. Eduardo Olivera, hijo de Domingo, fue uno de los fundadores de la Sociedad Rural Argentina (1866) -y Enrique Olivera, bisnieto, ex jefe de gobierno de la Ciudad-.

El Gobierno local compró parte del terreno en 1912. Allí se producían y se vendían leche, pan y frutas, incluso a los vecinos de Flores y de un poco más lejos. Los duraznos jugosos que venían creciendo hacía rato en el predio, por ejemplo. Es que esta historia empieza antes, con la llegada de La Hermandad de la Santa Caridad de Nuestro Señor, que a mediados del siglo XVIII tenía la capilla de San Miguel y un oratorio dedicado a Nuestra Señora de los Remedios, patrona menor de la zona. El grupo se mudó, se desarmó y cuando Bernardino Rivadavia expropió el predio, había -según investigad­ores locales- cerca de 6.000 árboles de durazno.

Como sea, el caserón, que fue sede de escuelas -entre otros usos- y que soportó abandono - hasta que, en torno a 2000, impulsados por vecinos, apareciero­n los planes de puesta en valor, no muestra nada de ampuloso pero sí, de señorial. Así se planta, por ejemplo, ante el hall circular, los capiteles de las columnas decorados y la escalinata. A esa estructura la incorporar­on en las obras realizadas en 1870 por Nicanor Olivera -uno de los primeros ingenieros recibidos en el país, junto con Luis Huergo y Eduardo Madero-, y es una de las postales del lugar.

Otras edificacio­nes se destacan en el Parque. En el tambo (1913), con techos a dos aguas, estilo inglés, funcionó un sistema de refrigerac­ión pionero: permitía conservar hasta 1.000 litros de leche por 36 horas. Claro que hay vecinos que aún se acuerdan de que en los ‘30 la gente que visitaba el Parque podía comprar la leche recién ordeñada con vainillas. Además, está la sede del primer natatorio público porteño (1923), decorado con una figura femenina con una vasija que le da aires de antigua terma romana. Y está también el vivero (1917), donde se cultiva para los espacios verdes de la Ciudad.

Los árboles que pasaron el centenario y sus horneros son otros imanes. Y el perfume de los eucaliptos cerca de la entrada por Directorio y Lacarra. O el viejo camino de las tipas. Igual que el trencito que llegó desde el ex zoológico en 1936, Expreso Alegría (funciona sábados de 10 a 18) y que la historia de los túneles subterráne­os hacia una villa cercana: un enigma. ■

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