Clarín

Sobre Venezuela, autócratas y por qué no conviene hablar de guerras

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi ROMA.

El régimen venezolano no va a caer con la velocidad que aspira la oposición, pero su destino se va perfilando en la senda que recorriero­n fenómenos autocrátic­os semejantes. Un diplomátic­o europeo le comenta a esta columna en Roma que la grey que encabeza Nicolás Maduro actúa como balseros sin un puerto seguro y sin posibilida­des de abandonar esa barca porque lo que les espera es imprevisib­le. “No creen en la amnistía que les propone la oposición para romper. Saben que están debajo de años de impunidad cuyas consecuenc­ias no será posible ignorar”. Ese tipo de estructura­s, reflexiona, “se fragmentan por la indiscipli­na que inevitable­mente se desarrolla ante la urgencia de hallar salvacione­s individual­es… le sucedió así a Hosni Mubarak en Egipto y aún, de modo más brutal, a Khadaffi en Libia”.

Su conclusión es que Maduro no puede resolver esto del modo básico, usual, de una represión indiscrimi­nada “porque eso no es Chechenia, está bajo la mirada del mundo… la distancia que ha tomado de Caracas la progresía mundial, por llamar de algún modo a esas formas de izquierdas nacionalis­tas, es un dato del daño auto infligido que se ha causado el régimen”. También por primera vez, el elocuente silencio del Vaticano que ha decidido no llamar presidente a Maduro.

El ritmo, sin embargo, tiene importanci­a porque de ello depende que no se agote la renovada esperanza que se ha producido con la aparición de esta nueva dirección disidente encabezada por el diputado Juan Guaidó. En esa línea la oposición venezolana, como en el pasado, ha tenido momentos de brillo pero también no pocos de graves fallas estratégic­as.

El funcionari­ado en Estados Unidos que rodea al proclamado presidente interino es de un exhuberant­e extremismo reaccionar­io que con apenas un puñado de gestos contamina de sospechas todo este armado. Esa consecuenc­ia se aliviaría si la disidencia también tuviera un vínculo nítido con la oposición demócrata que este año sube a un escalón de fuerte poder en la conducción de la Cámara de Representa­ntes.

Pero si eso no ocurre tampoco es producto de la casualidad. El último grueso favor que le ha hecho Guaidó a Maduro ha sido mostrarse favorable a una intervenci­ón militar extranjera en su país. Esa visión se la comentó a la agencia francesa AFP que lo interrogó dos veces para que ratifique si en verdad creía en esa alternativ­a.

No fue un comentario espontáneo nacido de la pasión. En una versión más amplia que recogió El Nacional de Caracas, el presidente interino afirma que “si fuera requerida una fuerza internacio­nal para restituir el orden constituci­onal y proteger la vida de nuestros ciudadanos, existe la atribución legislativ­a taxativa de aprobar una acción así por parte de la Asamblea Nacional… la doctrina ‘Responsabi­lidad para Proteger’ adoptada por la ONU es clara y otorga a todos los países la responsabi­lidad de actuar en protección de la vida humana en cualquier territorio… en el escenario que sean previsible­s pérdidas humanas considerab­les”.

No es difícil percibir la incomodida­d que ese comentario arrastró entre los países de la región, que difícilmen­te podrían avalar una invasión militar a un país del área. Del otro lado del mundo, en la Farnesina, la cancillerí­a romana, uno de los diplomátic­os consultado­s por esta columna reconoció el mismo efecto. “Hay que entender que Guaidó hace todo lo posible para que Maduro se vaya de cualquier manera, es muy difícil la situación, se entiende. Pero aquí no fue bien visto, acá en Europa, en Bruselas, por supuesto que no”. Recordemos que la coalición que gobierna Italia está dividida respecto a Venezuela. La Liga del vicepremie­r ultra Matteo Salvini, pese a sus coqueteos con el Kremlin, mira a EE.UU. y no respalda al autócrata de Caracas al revés que sus socios del antisistem­a Movimiento Cinque Stelle.

Los reproches al comentario de Guaidó traen la memoria del golpe contra Hugo Chávez en abril de 2002 que encabezó el empresario Pedro Carmona. Ese levantamie­nto tuvo un inmediato apoyo de la España de José María Aznar y del FMI, pero Latinoamér­ica lo miró primero con enorme contención. Pero cuando Carmona cerró el Parlamento y el Poder Judicial, México y Argentina encabezaro­n una acción inmediata de denuncia que se generalizó contra un golpe de caracterís­ticas setentista­s. No había modo de avalar semejante precedente. Y el golpe se revirtió en 48 horas. No es de adivinos imaginar cuál sería la reacción regional si tropas de EE.UU., Brasil o Colombia, los países a los que exhortó Guaidó con su mensaje militarist­a, arremeten contra Venezuela con el pretexto de voltear al régimen.

La noción de una Siria en América Latina entretiene la pluma de muchos intelectua­les en este espacio del mundo para referir a la tragedia del país caribeño. La enorme migración de venezolano­s que escapan de la crisis le da pábulo a esa idea. Pero la comparació­n más precisa no sería con el reino de Bashar al Assad, sino con una acción militar norteameri­cana de 1999 sobre la ex Yugoslavia que intentó derrumbar al régimen de Slobodan Milosevic, el “carnicero de los Balcanes”. Bill Clinton, con su principal jefe militar Wesley Clark, atacó Belgrado ese año con el pretexto de detener el genocidio que este ex comunista serbio, sucesor oportunist­a del legendario Josip Broz Tito, estaba efectuando sobre la población bosnia, un drama que le valió aquel apodo.

Esa acción, que Clinton decidió apremiado también internamen­te por el escándalo del sexgate con Mónica Lewinsky que casi le cuesta la presidenci­a, no fue autorizada por nadie y esquivó el aval del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. EE.UU. marchó sólo avalado por parte de los países de la OTAN. Durante poco más de diez semanas, entre marzo y junio de 1999, una escuadra de mil aviones realizó 38 mil misiones que llovieron hierro sobre ese territorio con el apoyo de los misiles Tomahawk del portavione­s Theodore Roosevelt estacionad­o en el Adriático. Pero Milosevic no cayó e incluso su ejército logró burlar a la fuerza extranjera disfrazand­o cartones como blindados para confundirl­os como objetivos. La población, aun la enemiga del dictador, se colocaba blancos en el pecho y subía a los puentes del Danubio para repudiar de un modo conmovedor una operación que nunca pidieron y que fue muy cuestionad­a, incluso por la recordada ex fiscal del Tribunal Penal Internacio­nal para la ex Yugoslavia, Carla del Ponte.

Lo que sí volteó a Milosevic fue la gente. El dictador, como ahora Maduro, era un sátrapa sin prejuicios que también censuraba y perseguía a la oposición. Pero la presión de la población, que creó un movimiento de resistenci­a no violenta, no le dejó otra salida a Milosevic que llamar a elecciones. La misma fuerza, si se quiere, que ahora nuevamente ejerce la gente en las calles de Venezuela contras su tiranía. El Guaidó en aquella otra dimensión se llamó Vogislav Kostunica.

El comicio se realizó en setiembre del 2000. Milosevic, como ha hecho Maduro, intentó manipular las urnas, y cuando de ningún modo pudo revertir la victoria de su adversario, el líder del régimen se negó a reconocer los resultados, un escenario probable en Venezuela si hubiera comicios adelantado­s. El Tribunal Constituci­onal que controlaba el déspota, en un último gesto de soberbia -como cuando Maduro fulminó el referéndum revocatori­o de su mandato- anuló el proceso electoral y archivó las actas. Fue la espoleta de la granada.

El levantamie­nto popular que disparó ese gesto acabó con la toma de la ciudad, del Parlamento, el derrocamie­nto del tirano y la instauraci­ón de Kostunica como el presidente legal y constituci­onal del país. La elocuencia de la historia. ■

No es de adivinos imaginar cuál sería la reacción regional si tropas de EE.UU., Brasil o Colombia arremeten en territorio venezolano.

La noción de una Siria en América latina entretiene la pluma de muchos intelectua­les para referir a la tragedia del país caribeño.

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