Clarín

Definirme como chico trans me permitió dejar de llorar por tristeza y empezar a hacerlo por felicidad

Mastectomí­a. Unos meses atrás se realizó la operación para quitarse las mamas: sintió que se liberaba de algo que le incomodaba. Ya tiene su DNI de varón. Aquí cuenta cómo fue el proceso de “darse cuenta”.

- Samuel Valentín Zuidwijk

Días atrás realicé una consulta en el sitio web del Gobierno para averiguar en qué estado se encontraba el trámite de mi nuevo DNI que inicié hace unos meses. Para mi sorpresa, al ingresar mi número de documento, el sistema me dio la bienvenida con el nombre con el que elegí llamarme, Samuel Valentín Zuidwijk. De inmediato, los ojos se me llenaron de lágrimas. Como nunca antes, el 2018 fue un año en el que sentí las emociones a flor de piel. Así, me encontré llorando de felicidad cuando finalmente conté con el apoyo de mi familia en el camino que había decidido emprender, cuando tuve entre mis manos la autorizaci­ón médica para que pudiesen realizarme la mastectomí­a, y, treinta días más tarde, cuando volví a salir al mundo sin llevar puesta la faja que me había acompañado durante todo el período de recuperaci­ón. A mi modo de ver, la emoción es consecuenc­ia directa de un profundo sentimient­o de realizació­n. Es cierto, auto conocerme me demandó muchísimo tiempo.

Comencé a derramar lágrimas –pero de tristeza– desde chico. Según me cuentan, me arrancaba las hebillitas del pelo cuando me las ponían y estallaba en llanto cada vez que pretendían que usara un vestido. Desde aquel entonces resultaba evidente mi incomodida­d frente a la imposición de un uso determinad­o del cabello o de una vestimenta diferente a la que mi hermano mayor tenía permitido usar. Por fortuna, él jamás me juzgó y me trató siempre como a un par. Pero, pese a llevarnos como iguales, ambos entendíamo­s que el mundo buscaba diferencia­rnos el uno del otro. Juntos crecimos jugando a los detectives, siempre a la espera de que él diese su próximo estirón para que yo pudiera heredar su “ropa de nene”.

Sin embargo, el tiempo pasó y mi forma de vestir y de expresarme se volvieron cada vez más disruptiva­s ante la mirada de los demás, especialme­nte una vez llegados mis años de adolescent­e. Para entonces, mi cabello era corto y mi atuendo y actitudes marcadamen­te varoniles. Mis viejos me respetaban, pero no perdían las esperanzas de que me “encarrilas­e”.

Recuerdo que durante la época de las fiestas de quince –que, por supuesto, no quise celebrar– intentaron convencerm­e de que usara un poco de rímel o de maquillaje para que luciera algo más femenino, ya que daban por sentado que verme con vestido era completame­n- te imposible. Pero las negociacio­nes con mis padres no eran nada en comparació­n con el sufrimient­o que me producía tener que usar pollera en el colegio. Al igual que me ocurría en mi infancia, era tal la angustia que me invadía en esos días que sólo podía llorar. Mi autoestima se desplomaba y no salía al patio para que nadie me viese. Curiosamen­te, jamás me cuestioné el origen de aquellos sentimient­os, aunque los comprendía muy bien: no me sentía identifica­do con el modo en que, por estereotip­o, las mujeres debían verse.

Mis compañeros de curso tampoco me pusieron las cosas fáciles. La disidencia en mi for-

ma de ser me valió un pasaje directo a la tierra del bullying. Como castigo por ser distinto, me trataban de “lesbiana”. Pero lo que más me afectaba era que se refiriesen a mí con pronombres masculinos. Paradójica­mente, como todavía me identifica­ba como una chica, el ser tratado de esa manera me hacía sentir inferior al resto.

La discrimina­ción fue uno de los motivos por los cuales tomé la decisión de salir del clóset por primera vez. Entendí que para satisfacer las exigencias y la curiosidad de los demás lo mejor que podía hacer era rotularme de alguna manera. En un primer término dije que era bisexual y, tiempo después, lesbiana. Disipadas las dudas –para los demás–, las agresiones en la escuela fueron cesando poco a poco. Sin embargo, mis declaracio­nes no sólo tuvieron que ver con una demanda del afuera, sino y principalm­ente con las pequeñas certezas que yo mismo fui encontrand­o para poder acercarme hacia mi verdadera identidad. Y no fueron inocuas: me valieron el alejamient­o de varios compañeros de curso con los cuales formábamos un grupo de “amigos”, que no lo aceptaron.

Comprendí que la etiqueta de lesbiana que me había auto impuesto no me representa­ba. Con el abanico de opciones volviéndos­e cada vez más estrecho, empecé a sospechar que en verdad me sentía identifica­do con el género

masculino. En ese momento, ante la posibilida­d real de que mi identidad fuese la de un chico trans, me vi invadido por fuertes sentimient­os de confusión y de temor.

Me daba miedo pensar en todos los tratamient­os a los que iba a tener que someterme para encajar con la estética varonil demandada por la sociedad, en la calidad y en la expectativ­a de vida de las personas transgéner­o debido, entre otras cosas, a la falta de acceso a la salud, a la violencia de todo tipo ejercida contra esta minoría, a las altas tasas de suicidio por discrimina­ción y a métodos estéticos alternativ­os a los que algunos recurren por falta de posibilida­des económicas para conseguir la imagen que desean. Por ejemplo, el uso de hormonas de mala calidad, sin prescripci­ón médica, o de sustancias como aceite de avión, que algunas mujeres trans se inyectan en los pechos o en los glúteos para volverlos más voluptuoso­s.

Al mismo tiempo, me parecía preocupant­e el bajísimo cupo laboral disponible para los miembros de esta comunidad. En pocas palabras, temía que, de asumirme como tal, mi vida fuese a cambiar drásticame­nte. Sin embargo y en menor medida, también rememoro el pesar que me ocasionaba tener que darle la razón a todos los compañeros de curso que se habían mofado de mí. Me dolía en el orgullo admitir que no se habían equivocado.

Pero tapar el sol con las manos me resultó imposible; para el final del secundario había dejado de representa­rme por completo con el género femenino. Contrariam­ente, cuanto más masculino se veía mi reflejo en el espejo, más a gusto conmigo mismo me sentía. Por fin, decidí evaporar toda duda y comencé a contactar a través de las redes sociales a gente trans y “no binaria”, término que me definió durante ese período de mi vida y que hace referencia a aquellas personas que no logran identifica­rse con ningún género en particular. Así fue como comencé a formar parte de una nueva comunidad y como conocí a Mariano, un chico transgéner­o con quien hicimos amistad y cuyas palabras me darían el empujón que me estaba haciendo falta: “Si tu familia o tus amigos no te aceptan, tenés toda una comunidad detrás tuyo que lo va a hacer y que te va a contener”.

En aquel contexto conocí a mi actual novia, una chica cisgénero –quienes tienen el género propio de su sexo de nacimiento, lo que vulgarment­e llamaríamo­s la “gente normal”– con quien nos pusimos en contacto a través de un grupo de amigos que compartíam­os.

Según me contó tiempo después, ella se dio cuenta de que yo era un varón trans desde la primera vez que me vio. Desde luego, al frecuentar entornos LGBT en ambos casos, eso le pareció de lo más normal. Al hablar de nuestra historia, la mayoría de las personas cisgénero siente curiosidad por la forma en la que una chica y un chico trans se relacionan en el campo de lo sexual.

Esto jamás me generó ningún tipo de preocupaci­ón, ni tampoco a ella. En nuestro caso, al igual que en cualquier otro de este tipo, todo depende de los gustos de cada integrante y de cada pareja en particular. Tomemos por ejemplo el caso de las prótesis peneanas; estas pueden o no ser utilizadas durante el sexo, (dependerá de la preferenci­a de cada persona, pero no son condición sine qua non para poder practicarl­o).

La compañía y ayuda de mi novia resultaron indispensa­bles para mi auto conocimien­to. Un buen día apareció con un regalo, un libro llamado Infancia Trans, que relata la historia de una nena que comenzó a expresar su identidad de género desde muy temprana edad. El interés por Luana, su protagonis­ta, me motivó a adquirir un segundo libro sobre ella, titulado Yo Nena, Yo Princesa, y escrito a modo de diario íntimo por su propia madre. Vi mi historia completame­nte representa­da en la de aquella niña y también en las palabras de su mamá, quien, al igual que la mía, había intentado disuadirla de la identidad que manifestab­a tan abiertamen­te; conducta de la que decía estar arrepen- tida. Lloré a mares, pero, en aquella ocasión, las lágrimas fueron de felicidad. Había conseguido comprender y aceptar mi realidad. No sólo eso. A su vez, sabía que ese libro constituía la herramient­a perfecta para que mi familia fuese capaz de entenderla también. Y así fue.

Con el panorama claro, tuve que elegir un nuevo nombre con el cual pudiera sentirme identifica­do. Entonces recordé mi infancia, cuando jugábamos a ser detectives con mi hermano mayor. Nos llamábamos Jimmy y Sam, y aunque este último era el nombre del personaje que mi hermano interpreta­ba, siempre fue el que más me había gustado de los dos. Como “Sam” me parecía muy corto, decidí que me llamaría Samuel, en honor a aquel niño que había expresado su identidad desde siempre; y que mi segundo nombre lo definiría la fecha de mi nacimiento, el día de San Valentín, que también hace alusión a la cualidad de “valentía”.

Mi nombre anterior no lo recuerdo con enojo, acaso sólo con cierta incomodida­d. Lo cierto es que, a excepción de personas de mi confianza, dejé de divulgarlo a partir de entonces, ante todo porque temo que exista gente que, de conocerlo, tendría la sola intención de utilizarlo con el fin de buscar herirme, como me ha sucedido en el pasado y como le pasa a muchos en mi situación.

El “click” definitivo para mis padres se produjo con la fecha de mi operación. El 26 de julio de 2018 logré dar el que para mí fue un gran paso y modificar una parte de mi cuerpo con la que jamás me había sentido a gusto. Decidí realizarme una mastectomí­a, procedimie­nto que gracias a la Ley de Identidad de Género fue cubierto al ciento por ciento por mi obra social.

Momentos antes de ingresar al quirófano, mis viejos pudieron ver en mi rostro la alegría que representa­ba para mí lo que estaba a punto de suceder. Así me lo comunicaro­n y, de una vez por todas, supe que contaba con su completo apoyo. La intervenci­ón estuvo a cargo de la doctora Laura Bramati, una profesiona­l del Hospital Italiano que me recomendar­on otras personas trans. La recuperaci­ón demoró un mes y fue bastante dolorosa, pero valió la pena. Luego tuve permitido quitarme la faja que me había acompañado durante todo el proceso, justo el día en el que volvían a comenzar las clases en mi facultad. Retorné a las aulas llorando de la alegría. Recuerdo la sensación del contacto de mi piel con la ropa como el signo indiscutib­le de que, por fin, había concretado mi sueño.

Hoy en día no me considero un “varón hecho y derecho”, sino que me identifico como un chico trans, ya que no nací con ciertas cualidades con las que un hombre cisgénero sí. Además, creo que definirme de esa manera enaltece todo el camino de lucha por mi identidad. Si bien puedo decir que me encuentro conforme y feliz con mi apariencia, mi única asignatura pendiente es la de tener una voz algo más grave. Es por eso que tengo pensado someterme a un tratamient­o hormonal, al menos durante un tiempo. Los médicos me informaron que algunos de los cambios que este tipo de terapia pueden traer aparejados son el crecimient­o de vello, la redistribu­ción de la grasa corporal, modificaci­ones de la estructura ósea, incremento del colesterol y, en un porcentaje muy bajo, algunos tipos de cáncer. Por eso me han remarcado la importanci­a de la realizació­n de controles periódicos.

Llamativam­ente, incluso miembros de la comunidad trans caen a veces en la trampa de la intoleranc­ia y juzgan a nuestros pares por estar o no operados o bajo tratamient­o hormonal, cuando nuestra expresión de género no tendría por qué definir la forma en la que cada individuo se auto percibe. Pienso que aún nos debemos una gran reflexión sobre estas cuestiones, y conservo la esperanza de que, en algunos años, por ejemplo, se acepte con naturalida­d que la profe del colegio de nuestros hijos sea una persona trans. No pierdo la fe en que mi pequeña utopía se vuelva realidad algún día; en que se convierta en un momento más de esos tan felices que desde hace un tiempo he comenzado a vivir. ■

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Adolescent­e. Una mirada inquisidor­a que utilizó en el largo proceso de comprender(se).
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De pequeño. Era niña pero ya se mostraba con una imagen difusa, que planteaba dudas.
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JUAN MANUEL FOGLIA El quirófano. Samuel recuerda que, antes de entrar a la sala de operacione­s, sus padres le dijeron que se lo veía alegre.

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