Clarín

Con palabras sencillas, nada de rebusques

- Daniel Leyba dleyba@clarin.com

Negado de los números, se enamoró de las palabras. Las prefiere escritas. En forma de artículos periodísti­cos, ensayos, novelas, poesías, cuentos, subtítulos, solicitada­s, prospectos, bulas, mensajes, etiquetas, carteles, documentos, posteos, tuits, lo que sea.

No le molesta lo efímero de la palabra oral. Pero sí le perturba su volatilida­d, la falta de compromiso que suele haber detrás de ella.

Hay otras palabras que lo inquietan, no necesariam­ente para mal. Son las que transitan silenciosa­s en su mente, las que van diseñando pensamient­os que, se pregunta por qué, no llegan a escribirse ni a expresarse, y quedan ahí, en el limbo interior.

Viejo buceador de metáforas, histórico detractor de gerundios y subordinad­as, nota que el paso del tiempo modifica su interés. Ya no le desvela ampliar su vocabulari­o. Dejó de husmear en el María Moliner. Quizás porque ahora le suenan vulgares esas frases que sólo parecen pensadas para tirarte un diccionari­o por la nuca. Pone más su foco en el sentido del mensaje y no en su construcci­ón.

De a poco se va metiendo en una cruzada contra los adjetivos calificati­vos. Evita ponerlos y detesta que se los pongan.

Está convencido de que siempre y nunca son dos palabras mentirosas.

Si tiene que decir pelotudo, lo dice. Las malas palabras, cree, son las que se hilvanan para hacer falsas promesas, decir mentiras impiadosas, las que redondean una frase hueca, las que se usan para herir.

Entre las oraciones, prefiere las simples. Si se escribe con honestidad, no hace falta más estética que la del sujeto, verbo y predicado. ■

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