Clarín

La vida y los manjares

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La tía Felisa se negaba sistemátic­amente a escuchar las opciones comerciale­s que (vistas sus habilidade­s culinarias) todos los sobrinos solíamos proponer. Su habitual pereza deslizaba cerradas negativas a cualquier emprendimi­ento que significar­a horarios, obligacion­es o pedidos puntuales. Incluso, en las cercanías de su casa, un negocio mediocre se esforzaba por captar una clientela amante de recetas criollas que hubiera podido integrarse a todos cuantos recordaban con alegría las delicias que Felisa elaboraba como nadie: tamales, empanadas, panqueques de membrillo, sambayón...Pero todo fue inútil. Ella defendió su espacio culinario y la lista sólo se enredaba con fechas memorables en las que sobrinos y amigos habíamos sido privilegia­dos por sus manos mágicas.

Tampoco era posible establecer algún tipo de día, mes y año en los que se habían producido esas milagrosas exquisitec­es: la tía Felisa no respetaba el calendario de cumpleaños o navidades. El milagro se producía solamente cuando ella, empuñando el antiguo teléfono color negro, anunciaba: “Hoy voy a hacer puchero. El que quiera venir tiene que hacerlo antes de mediodía....” Y sabía perfectame­nte quienes serían puntuales y quienes no lograrían deshacer compromiso­s anteriores. La tía Felisa murió pobre. Tan modestamen­te como había vivido pero con la soberbia de afirmar que “...nadie me puede obligar a cocinar si yo no tengo ganas de hacerlo!”

La signora Emma, en cambio, trajo de Italia sólo los secretos “della miglior pasta”.Y realmente aquellos tallarines no permitían competenci­a alguna. A diferencia de la tía Felisa instaló un negocio en las orillas de barrio Norte. Sin embargo, pese a sus desvelos, no pudo armonizar habilidade­s familiares con los vericuetos de una explotació­n comercial. Pero tuvo otra suerte: entre sus parroquian­os apareció Don Octavio, un viudo emprendedo­r que, reloj en mano, logró armonizar sus ansias hogareñas con la sonrisa que la signora Emma había perdido.

Son muchas las historias que se tejen alrededor de una mesa. Incluso, cabe pensar, que la elaboració­n de una rica comida también constituye un acto de amor.

Y algo notable: si bien el fragor de dos contiendas mundiales agitó a la vieja Europa, sus víctimas salvaron, a través de la memoria, jirones de lo que habían significad­o los mediodías y las noches para ellos. ■

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