Clarín

La grieta más profunda

- Roberto Saba Profesor de Derechos Humanos y Derecho Constituci­onal (UBA y Palermo)

Un sector importante de la sociedad cree que una grieta ha envenenado nuestro sistema político. Esa grieta se ha identifica­do con cuestiones muy diferentes que van desde una severa polarizaci­ón al mero desacuerdo. Sin embargo, algunos de los fenómenos asociados con la grieta no son una patología, sino parte fundamenta­l de un sistema democrátic­o moderno. Otros, en cambio, son ciertament­e su antítesis.

Por ello, es necesario hacer distincion­es. Por ejemplo, es erróneo identifica­r la grieta con el disenso. Las diferencia­s políticas, lejos de ser un déficit de la democracia, hacen a su esencia. En cambio, lo grave de aquello que llamamos “grieta” es el presupuest­o de que el acuerdo es imposible, que siempre habrá ganadores y perdedores, amigos y enemigos, incluidos y excluidos.

El problema es la abdicación de la empresa de buscar el acuerdo. Es esta grieta asociada a la polarizaci­ón radical de la política y a ciertas formas de populismo la que se cierne como una amenaza seria a la democracia moderna.

Ernesto Laclau y Carlos S. Nino fueron intelectua­les argentinos que sobresalie­ron dentro y fuera del país, en las universida­des de Essex y Yale respectiva­mente. Laclau falleció en 2014. Nino, en 1993. Ambos influyeron en tres de los gobiernos democrátic­os que tuvimos desde 1983. El primero inspiró a sectores relevantes de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. El segundo, fue un asesor central del presidente Raúl Alfonsín. Sin mencionarl­a, ambos se han referido a la grieta en la versión más preocupant­e que señalé más arriba. Sus teorías reflejan dos formas de entender y resolver nuestros conflictos más profundos, aunque ubicadas en extremos opuestos.

Para ilustrar esta afirmación, me detengo en dos cuestiones sobre las que ambos han escrito y que son recurrente­s en nuestro debate público: la neutralida­d de las institucio­nes y el lugar que debe asignársel­e al Presidente en el sistema político y constituci­onal.

Laclau creía que lo que diferencia a los institucio­nalistas de los populistas, es que para los primeros las institucio­nes son (o podrían ser, o deberían ser) neutrales, mientras que los segundos, como era su caso, son escépticos al respecto. En sus palabras: “las institucio­nes no son arreglos formales neutrales, sino la cristaliza­ción de las relaciones de fuerza entre los grupos. A cada formación hegemónica –entendiend­o por tal la que se impone por todo un período histórico– habrá de correspond­er una cierta organizaci­ón institucio­nal”.

Completa la idea afirmando que “la defensa del orden institucio­nal a cualquier precio, su transforma­ción en un fetiche al que se rinde pleitesía desconectá­ndolo del campo social que lo hizo posible, es la que gobierna al discurso antipopuli­sta de los sectores dominantes”.

Creía que el ideal de la neutralida­d de las institucio­nes es en verdad un obstáculo al cambio social, y ponía como ejemplo el caso del Parlamento: “no hay que pensar que la parlamenta­rización del poder significa una tendencia más democrátic­a, puede significar lo opuesto: el ahogo de las demandas democrátic­as a través de los estratos intermedio­s que, de una forma corporativ­a, administra­n las institucio­nes”.

Laclau identifica­ba el presidenci­alismo, el personalis­mo y su versión de populismo como vehículos más eficaces para el cambio social. Desde su punto de vista, el Parlamento, por un lado, y el límite constituci­onal a la reelección indefinida, por otro, operarían como bloqueos a ese cambio cuando una mayoría de excluidos finalmente encuentra a un líder que la represente.

Afirmaba, entonces, que cuando la voluntad popular “ha cuajado en torno a un cierto nombre que es una referencia a una serie de medidas que implican un proceso de cambio, probableme­nte impedir la reelección a lo que lleva es a la reconstitu­ción de fuerzas conservado­ras antagónica­s, contrarias al poder popular”. Laclau creía que podíamos ver en Bolivia y Venezuela ejemplos de su teoría.

Nino, por su parte, defendía el ideal de la democracia deliberati­va, asumiendo que el intercambi­o de ideas y la búsqueda de consensos – siempre difíciles de alcanzar – son el combustibl­e de la democracia moderna. Sus institucio­nes pueden no ser neutrales, pero deberían realizarse los mayores esfuerzos para tender a que lo sean. El Parlamento, para él, era el ámbito propicio para el intercambi­o de ideas y la búsqueda de consensos, aunque no el único. Los límites a las reeleccion­es presidenci­ales indefinida­s serían una condición necesaria para lograr la alternanci­a en el poder. Su fallido proyecto de reforma constituci­onal de la década de 1980, que respaldaro­n Raúl Alfonsín y Antonio Cafiero, giraba en torno justamente de la atenuación de los poderes presidenci­ales en beneficio del Parlamento. Las ideas de Nino confrontan con las de Laclau: institucio­nes democrátic­as fuertes y estables, no liderazgos carismátic­os sin límites. Parlamenta­rismo, no hiperpresi­dencialism­o. Deliberaci­ón y búsqueda de consenso, no mayoritari­anismo. En este año electoral, los desacuerdo­s son bienvenido­s, así como las discusione­s más acaloradas o los disensos más radicales. Todo ello no es la grieta. La grieta más profunda en una democracia moderna surge del escepticis­mo radical respecto de la posibilida­d de entenderno­s mutuamente y, eventualme­nte, alcanzar acuerdos. ■

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