Clarín

Democracia­s “agrietadas”

- Luis Tonelli Politólogo. Profesor de la UBA y analista político

En los años 80, el politólogo italiano Leonardo Morlino sintetizó la naturaleza de la tercer oleada de democratiz­ación desde el título mismo de su artículo “De la crisis de la democracia a la crisis en democracia”: los problemas que antes significab­an el colapso del régimen democrátic­o y su reemplazo por una dictadura ahora eran procesados a través de los procedimie­ntos institucio­nales normales.

La afirmación de Morlino probó, afortunada­mente, tener validez a largo plazo ya que, incluso crisis profundas, como la que sufrimos los argentinos en el 2001, no pusieron nunca en duda la democracia y fueron resueltas en el interior de sus institucio­nes.

Sin embargo, que las crisis ya no sean “de” la democracia y se den casi exclusivam­ente “en” democracia no disimula el hecho que nuestros gobiernos democrátic­os sumidos en su impotencia se encuentren cada vez más “al margen” de los problemas y las soluciones que demanda la ciudadanía, produciend­o desafecció­n y conflicto.

Una manifestac­ión evidente de este descontent­o es la intensa polarizaci­ón que afecta a la mayoría de los sistemas políticos de las sociedades occidental­es. La grieta no es solo argentina, ya que casi todas las democracia­s están “agrietadas”. La política parece debatirse así entre aquellos que confían en la presentabi­lidad de gobiernos tecnocráti­cos, formales y corteses, como el Justin Trudeau y Emanuelle Macron, y los que se sienten subyugados por los mesianismo­s de caricatura, a la Trump o a la Bolsonaro. Disyunción, sin embargo, no menor. Cuando los doctores no funcionan, siempre se acude a los curanderos.

En la Argentina, dos ilusiones fallidas parecen reforzarse mutuamente en un círculo vicioso cada vez más profundo: por un lado, las nuevas tecnología­s de la informació­n generan la expectativ­a de una relación sin mediacione­s políticas entre gobernante­s y gobernados. Se postula así una democracia sin “politiquer­ía”, sin el lastre de los “partidos políticos” que solo quieren cargos, y de los “sindicatos” que solo sirven para que los sindicalis­tas engorden. Perspectiv­a que funciona cuando las cosas van bien, pero que no sirve demasiado cuando las papas queman y se necesita muñeca política para gobernar sin demasiados recursos.

Por el otro lado, luego de la crisis, nos ilusionamo­s con un crecimient­o que se convierta en desarrollo, pero de pronto todo se derrumba nuevamente ante la recurrenci­a de problemas que exhiben un carácter crónico, mostrándos­e las capacidade­s productiva­s de la sociedad muy a la saga de sus demandas.

Este cocktail de ciclos de fiesta y platos rotos y de consecuent­es tendencias anti políticas

constituye el incesante baño ácido que sufre la democracia argentina, quedando huérfana de actores responsabl­es con los cuales contar para encarar las reformas estructura­les necesarias (que no pueden obviamente ser reemplazad­os por las redes sociales, el big data y el marketing político pero tampoco por los Iluminados de siempre).

El resultado es la “muerta lenta” de una democracia que cada vez más se reduce al acto electoral, con amplias zonas fuera de su control -cuestión de la que nos alertó tempraname­nte Guillermo O´Donnell, con la expansión de lo que llamó “zonas marrones”-.

Enclaves que configuran un verdadero Estado Inverso que no brinda bienes públicos sino males públicos, y que es la contracara necesaria de una sociedad black market, siendo la parte que se ajusta a derecho, solo la punta de un inmenso iceberg sumergido al margen de la ley.

Sin la transforma­ción de las estructura­s anacrónica­s económicas, políticas y sociales que nos permita estar a la altura de los desafíos de un mundo turbulenta­mente globalizad­o, seguiremos quedando asfixiados en los cuellos de botella de siempre.

Así, en medio de la crisis económica, llegamos al colmo de una elección clave para elegir dos modos diferentes de procesar los problemas argentinos y que se nos presenta como una deselecció­n de aquellas personalid­ades que no queremos para nada como presidente­s. Como si de la multiplica­ción algebraica de todas nuestras impotencia­s pudiera salir milagrosam­ente un gobierno que, ni más ni menos, pueda gobernar democrátic­amente nuestra sociedad.

El primer gobierno de Cambiemos se caracteriz­ó por entender que su misma llegada al poder anunciaba un cambio en la cultura política, que por estilo encarnaban un puñado de personas que tenían el mandato de gobernar para la gente. La realidad pronto se encaró de desmentir semejante ingenuidad. A la luz de los magros resultados obtenidos, el oficialism­o tiene en su mano proponer para las nuevas elecciones ya no un gobierno solo del presidente Macri sino un gobierno de Cambiemos, cuya densidad institucio­nal le permita acordar con las fuerzas de la oposición constructi­va las reformas necesarias. Un gobierno de coalición, para lograr luego la coalición reformista que necesita imperiosam­ente el país. Por qué no hay nueva y vieja política sino buena y mala política. Y buena política es la que permite encarar los cambios necesarios. ■

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