“Pinceles que pintan lo mejor del tiempo... un tiempo sin tiempo”
Ese día no esperaba nada especial. Ahí radica el enigma de lo sorpresivo. La magia sucede en los recortes de tiempo que te perdiste. No miraste el truco, algo se escapó de lo real. Imposible saber si es cierto o no. Pasó muy de prisa.
Llegamos apuradas, ella y yo. Veníamos de un cumpleaños, le ofrecí repartir los materiales a los participantes de ese día. Eran tres, Martu, Cande y Cami. Necesitaba convencerla de lo abnegado de su nuevo oficio de ayudante, ese espíritu altruista que pretendo transmitirle. Con un poco de tos y alergia, y tras haber faltado dos días a su otro trabajo, el jardín de infantes, Mía estaba muy dispuesta a aprovechar cualquier oportunidad de estar en mi casa y no volver a la suya. A todas las mujeres nos pasa de no querer volver, pero tarde o temprano volvemos. Su función era repartir pinceles y pinturas.
Cuando la mesa larga ya estuvo completa con libros, cuando la música se propagaba bien bajito, cuando nieta y abuela llegamos al acuerdo de no manifestar parentesco, se presentaron Cande y Martu. Charlamos las tres como amigas de toda la vida, comimos garrapiñada y palitos salados. El tiempo pasaba lento. Un tiempo sin argumentos ni agujas. Lentitud suave, no aburrida. Entre palabras y pinceladas se me ocurrió preguntarles qué era el tiempo. Martina, como denunciando a un ladrón de minutos, dijo: “El tiempo es cómo va pasando la vida”. Siguió con su mirada atenta al arco iris casi terminado. Sus ojos turquesas me encandilaban cada vez que levantaba la vista. Candela asintió, aceptó la definición acabada de su compañera.
Las dos lucen pecas impecables, intocables, deliciosas. Son profesionales del éxito, ese que viene con la vida recién empezada, como una carta de recomendación para convencer a cualquiera de lo perfecto que es el mundo emprendido desde abajo. Sin juicios ni moralejas, con trucos y magia. Pinceles que pintan lo mejor del tiempo... un tiempo sin tiempo.
Mía hizo su primera experiencia de mujer entre mujeres. Tres años la separan de sus compañeras talleristas. Despreocupada de su tos y sin seguir las indicaciones del doctor, comió alfajor, turrón y charló de juguetes perdidos.
Otra vez más lo inesperado ocurrió, la simpleza de esos minutos profundos que dragan el alma, llevando impurezas a un mar lejano. Atardeció, agradecí que la vida pase sin tiempo. Eso es un invento, quizá de un grande apurado. Si se apura la salud no dura, leí por ahí.
A todos los niños que me enseñaron tanto...