Clarín

Personaliz­ar la noticia trágica

- Silvio Waisbord

Profesor de la Facultad de Medios y Relaciones Públicas de la Universida­d George Washington

La noticia ya no es asunto exclusivo del periodismo. El público lector de antaño consumía noticias cuando lo decidía el antiguo régimen de la prensa – en ediciones matutinas y vespertina­s y en horarios especiales de trasmisión de noticieros. Hoy en día, el público está intensamen­te activo. Interactúa constantem­ente con la vorágine de informació­n que circula en las redes sociales. Dedica incontable­s horas a la construcci­ón, circulació­n y consumo de noticias.

La razón es que lo que está en juego es mucho más que estar informados en el rebote constante de noticias. Hay intentos de darle sentido al vendaval de informació­n, de mostrarnos en público, y de emitir señales de forma estratégic­a para reafirmar quienes somos. Esto explica porque el público se ocupa de la informació­n de modo incansable: cuelga, reproduce, comenta, crea, comparte noticias.

Personaliz­a la noticia para entretener­se en la sociedad de la distracció­n permanente y el vértigo de la informació­n. A la luz de tal nivel de híper-activismo noticioso, es claro que ser ciudadano digital es cansador. No hay pausa en el trabajo de la informació­n sin remuneraci­ón. Cuando la atención pública está adherida a las pantallas portátiles, uno se pregunta cuando la gente tiene tiempo para actividade­s mundanas – darse una ducha, dormir la siesta, o reparacion­es domésticas.

Sabemos que la noticia que genera enorme actividad es la informació­n rápida, especialme­nte envasada en cápsulas breves y de fácil digestión. Ladrillos de texto no generan tremendo entusiasmo. El público es adicto al placer que provoca la navegación, casi distraída, de pantallas que descorren un empapelado interminab­le de informació­n. Recorrer el rollo noticioso de los teléfonos móviles provoca golpes químicos de satisfacci­ón, tal como un abrazo humano o acariciar a una mascota, según

estudios recientes.

Convertimo­s la noticia es propiedad intelectua­l individual. La dieta informativ­a en medios sociales es un tapiz de textos con origen diverso. Se mezclan el periodismo tradiciona­l y el periodismo ciudadano, las celebridad­es y los bocones, los amigos y las admiradas, las noticias falsas y los robots informativ­os diseñados para sembrar confusión.

La noticia ya no es un objeto externo, inmaculado, puro, intocable, producto finamente terminado por las redaccione­s para consumo masivo. La informació­n periodísti­ca es un modelo para (des)armar y adecuar según expresione­s y necesidade­s particular­es. A la noticia se le agregan, testimonio­s, comentario­s, recuerdos, observacio­nes.

l público es el Marcel Duchamp de las noticias: transforma la informació­n con fileteados personales de “objetos existentes” a “objetos encontrado­s.” Se adueña de lo producido por otros para ubicarlo en otro lugar y convertirl­os en expresión propia.

La apropiació­n social de la noticia se manifiesta especialme­nte en sucesos de alto voltaje emotivo que sacuden al mundo: desastres “naturales”, tragedias, accidentes, conflictos, y episodios de violencia. Estos eventos noticiosos hipnotizan la atención pública y generan un enorme caudal de actividad en Internet.

De hecho, sabemos que las razones que motivan alto nivel de actividad del público guardan parecidos con los criterios convencion­ales que usa el periodismo en decidir la noticia. La atención pública se focaliza en “malas” noticias que son próximas geográfica y socialment­e. Nos tocan de cerca ya sea en nuestro territorio espacial y/o afectan a gente con quienes nos identifica­mos. Captan miedos y ansiedades. Reflejan fuertes identidade­s políticas, raciales, religiosas y étnicas. Reafirman conviccion­es. Apuntan a emociones y disparan reacciones. Hablan directamen­te a sentimient­os profundos.

Obviamente, la atención pública no es equitativa. Debido a sesgos noticiosos y prejuicios colectivos, no toda tragedia o conflicto recibe similar atención, como demuestran los números dispares sobre la circulació­n mundial de informació­n sobre el incendio de la Catedral de Notre Dame y los ataques terrorista­s en Sri Lanka.

Estos eventos trágicos impulsan la personaliz­ación de la informació­n. Vivimos en la sociedad del exceso de la informació­n personal, ya sea por el exhibicion­ismo propio de compartir detalles de la vida privada o por la codicia corporativ­a de acumula datos personales para fines comerciale­s. Cual sea la razón, el público hace suya la informació­n de distintas maneras: diseña memes, cuelga fotos, ofrece testimonio­s, y brinda comentario­s. Estas prácticas son tanto enaltecedo­ras como indignas – reflejan las bondades y las miserias humanas.

Son momentos que demuestran solidarida­d con las víctimas, amor por la vida, y empatía por la suerte de otros. Nos hace sentir en comunión con historias personales y colectivas. Son cantos virtuales, son homenajes de reconocimi­ento a lo común, un luto colectivo y un desahogo ante la incertidum­bre y el temor, una búsqueda de sensibilid­ad y caridad ante la deshumaniz­ación.

Pero en el yin y yang de la vida en Internet, la apropiació­n personal de la noticia es también una plataforma para el narcisismo digital. Brinda otra oportunida­d para hablar del tema más apasionant­e: uno mismo.

¿Por qué bendita razón hay gente que cuelga fotos personales, turisteand­o en sitios de tragedias? ¿Qué razón lleva a inscribir “por aquí estuve yo” en situacione­s trágicas? ¿A qué se le da visibilida­d? ¿A la solidarida­d o al pasaporte? ¿Al dolor ajeno o el recuerdo personal?

La personaliz­ación de la informació­n no solamente muestra que el periodismo ya no está solo en la construcci­ón del evento noticioso. Para bien o para mal, la apropiació­n de la noticia es una oportunida­d para confirmar nuestra constante búsqueda de lazos sociales – reconocimi­ento, aceptación y reafirmaci­ón. Las redes sociales han potenciado tanto las mejores cualidades humanas como el vedetismo personal – la compasión social y el pavoneo pedante. Son una hoguera de las vanidades que, en sus mejores días, están mezcladas con buenas intencione­s. ■

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