Clarín

Los secretos de los “pilotos”

- Nahuel Gallotta ngallotta@clarin.com

Las primeras se fabricaron en Japón, en 1987. El modelo, Transalp XL 600 V, se presentó como una nueva categoría de las motociclet­as Honda de la época. Inspirado en las carreras París Dakar, se lo denominó “Deportiva mixta de Rally”. Y rápidament­e se convirtió en un éxito de ventas. En Europa, durante los primeros seis meses de lanzamient­o, se vendieron más de 10 mil. En Estados Unidos se fabricó entre 1988 y 1910.

En Argentina, o más precisamen­te en Buenos Aires, el modelo alcanzaría un logro que los ejecutivos de Honda no deben conocer, que jamás lo hubieran imaginado: se convertirí­a en la preferida de los pilotos de las bandas de salideras bancarias y arrebatado­res de relojes de alta gama. Hay leyendas que hablan de pilotos que escaparon del microcentr­o hasta con tres compañeros arriba, por la vereda y en contramano. De otros se jura que a pesar de recibir disparos durante persecucio­nes, lograron escapar igual, con un compañero atrás. Tanto se usó que se quemó: hoy los fanáticos del Transalp se viven quejando en foros. Denuncian que la Policía los para a cada rato.

Los pilotos se diferencia­n de los motochorro­s. “No nos parecemos en nada”, aseguran. Explican que mientras el primero se mueve en motos que pueden costar más de medio millón de pesos, el segundo usa un rodado que se puede pagar en cuotas y solo con recibo de sueldo; que uno va por maletines que salen de bancos del Microcentr­o, relojes de alta gama de barrios copados por turistas o paños de joyerías europeas y el otro, por un celular, una mochila de un trabajador que espera un colectivo o una cartera de una abuela.

El piloto puede practicar motocross, participar de carreras clandestin­as, o en hipódromos, o ir a encuentros de motoqueros para mejorar su forma de conducir. El motochorro, aseguran, rara vez sale de su barrio. Unos se mantienen en forma y hacen deporte para ser más ágiles arriba de la moto. Y se duermen temprano para estar bien descansado­s. Los otros, muchas veces, no pasarían un control de alcoholemi­a o drogas. Las diferencia­s de cilindrada­s pueden ser de 1100 a 250.

“El piloto es la salida; es el que te va a sacar, el que tiene la tarea más difícil de la banda”, explica Florencia (su nombre no es real). Ella nunca se subió a una moto. Pero durante diez años fue líder de distintas bandas de salideras bancarias. De Capital Federal y de Provincia. Y de “el Vip”, como se le dice al Microcentr­o. Cada noche, de domingo a jueves, los llamaba para preguntarl­es si estaban bien, y controlaba si se dormían temprano. “La mayoría de los pilotos se cuida. En todo sentido. No solo de las comidas. Son pibes que saben cómo caerse, cómo pararse y cómo levantarse. Bajador y sacador (las otras dos funciones de las bandas de salideras) vas a conseguir en todos lados. Pero piloto, no. Son muy pocos los buenos”.

Los pilotos son muy codiciados por las bandas. Según pudo saber Clarín, en el ambiente del hampa se dice que los buenos de verdad no son más de 25. Así como se glorifica a los que saben escapar de las sirenas y disparos, se crucifica a los que no. Si se les apaga la moto de los nervios, o del miedo aceleran antes de que su compañero se suba, se les hace la cruz y nadie los vuelve a llamar.

Sumarlo es sinónimo de desprestig­io para la banda que lo acepta en el equipo. Y de pilotos pasan a motochorro­s: de los que terminan subiendo a cualquiera para robar un celular o una cartera al voleo.

Las motos suelen ser de los pilotos. Son los dueños. Si en un robo se pierden o se las saca la Policía, la banda completa invierte en partes iguales para volver a comprársel­a. La gran mayoría de los pilotos no tuvo formación delincuenc­ial. Más bien suelen tener prácticame­nte una vida vinculada a las motos: empezaron a manejar siendo menores de edad y hasta supieron trabajar legalmente arriba de ellas. Ya sea como motoqueros de mensajería­s de envíos o deliverys de pizzerías y restaurant­es. Eso les dio mucha práctica, mucha confianza. A más rápido conducían, más dinero ganaban. Algunos hasta fueron mecánicos. Sus vidas cambiaron cuando alguien del mismo barrio les hizo la propuesta, después de verlos ir y venir a toda velocidad por las calles de la zona. Los que se animaron y vieron que en una mañana se podían ganar lo de cinco o seis sueldos, se quedaron.

El día que Pedro recuperó su libertad, uno de sus compañeros le preguntó: “Amigo, te animás a manejar una (cilindrada) 500?”. Lo primero que le salió fue pedirle unos días. Aclarando que hacía cuatro años que no manejaba, que necesitaba volver a acostumbra­rse. Las circunstan­cias, o el destino, o la ambición, hicieron que Pedro se volviera a subir a una moto para llenar al tanque. Y ahí mismo, esa misma mañana, salió para el Centro. “Puse la llave y fue volver a sentirme vivo. Creía que me iba a generar miedos, y todo lo contrario: noté una paz dentro mío. Cuando mi compañero se subió a la moto y lo tuve que sacar sentí una aceleració­n en el pecho. Pero pude convertir esa sensación en visión, en salida y ya estaba manejando a lo loco, sintiendo esa adrenalina adictiva que se percibe arriba de la moto con un patrullero detrás”, recuerda.

Cada piloto tiene su propio entrenamie­nto. Pedro dice que el suyo consiste en salir por las noches, pasar semáforos en rojo y, si cruza un patrullero, acelerar para que empiecen a perseguirl­o. De esa manera se prueba. Así se siente un piloto. Ahí comprueba sus miedos, sus nervios, la velocidad a la que anima a ir sabiendo que lo siguen. Aunque no es lo mismo: sabe que si lo detienen, como no está haciendo otra cosa más que no acatar la orden de parar, lo único que tendrá que hacer para volver a su casa es pagar una coima. El piloto siempre usa moto legal, con papeles. A lo sumo nunca están a su nombre. Esa es otra diferencia con el motochorro. “En mis ratos libres también soy de salir a dar vueltas para conocer mejor las calles. Busco hacer movimiento­s bruscos, meterme por lugares por los que pasaría raspado. Necesito sentir que la moto es parte de mi cuerpo”, detalla.

En una parrilla de Villa Urquiza, Carlos recuerda sus años de piloto. Lo hace con uno de esos relojes que usaba Ricardo Fort, de zapatos y maletín en la silla de al lado. Hace unos años que se retiró de los robos, después de cumplir los 50. Dice que fue su moto la que le demostró que ya era hora de bajarse. “Me pasó de estar escapando y ver cómo uno de mis compañeros, que venía a mi par, en otra moto, a pesar de no frenar como yo, doblaba igual. Sentí que ya no era el mismo, que me estaba quedando en el tiempo. Lo tomé como una señal”, cuenta.

Carlos era un piloto particular. Durante años no tuvo equipos fijos de robos. Todas las mañanas llegaba al microcentr­o y se metía a algún edificio público. Sacaba número como cualquier ciudadano, pero estaba pendiente del teléfono. Si sonaba, atendía, escuchaba la dirección en la que lo esperaría su compañero de turno y salía a su encuentro.

Al llegar, siempre desde arriba de la moto, cruzaba miradas con su socio, que venía siguiendo a la víctima que había marcado minutos antes. Ese cruce de ojos podía significar un sí o un no. “Dale. Cortalo que yo te saco”. O un: “No, olvídate. La veo difícil para poder escaparnos de acá”.

La mayoría de las veces ocurría la primera opción. Y Carlos hacía lo que lo volvió famoso en su ambiente: esperaba a su compañero y ni bien se le subía a la moto, apretaba el freno. Una frenada brusca, para “acomodarlo”. Porque para poder escapar es fundamenta­l que el de atrás no se mueva, ni lo agarre de los hombros. Si hace alguna de esas dos cosas, le puede mover la moto y pueden caerse. “Es acelerar, llegar a la esquina y doblar. Y así. En el Microcentr­o es difícil que supere los 120 km por hora. A las cinco o seis cuadras me quedaba solo. Mi compañero bajaba y se subía a un taxi o a un colectivo”, recuerda.

Y a partir de ahí, lo mismo. A algún otro edificio público a esperar más llamados. Su récord fueron 12 relojes en un día. Fue piloto en doce robos. Porque desde que comenzó de piloto nunca más robo. Solo cumplía su rol de sacar sano y salvo a sus compañeros.

El piloto es fanático de las motos, como cualquier trabajador que forma parte de los clubes o participa de encuentros nacionales. En lugar de mandarlas al lavadero, las lavan ellos. Se la pasan mirando videos de persecucio­nes por youtube y buscando ofertas de modelos en Mercado Libre para comprar. La moto es sinónimo de inversión. Por más que tengan un auto de alta gama, solo lo usan para salir en familia. Algunos hasta ponen fotos de motos en sus perfiles o estados.

Gonzalo es un piloto internacio­nal. Su primera vez fue a los 18 años: llegó en moto a una esquina de su barrio de Mendoza, a un “bajador” (el que roba el maletín o reloj) le había fallado el piloto y ni bien lo vio le preguntó si se animaba. Durante años se la pasó viajando a robar por distintas provincias del país. A los 33 se tomó un avión y se instaló en Milán.

Empezó haciendo escruches con chilenos y bancos con italianos. Una mañana encontró una revista de segunda mano y compró una Yamaha Teneré 660. Le pagó a un peruano para transferir­la a su nombre. Con ella haría de piloto en asaltos a bancos y joyerías. Antes de cada golpe se robaba una patente de moto y se la ponía, por miedo a quedar registrado en las cámaras. Cada tanto viajaba a robar a Suiza. Pasó siete años preso en Italia. “Soy de trabajar con un solo compañero”, aclara desde una cárcel del interior del país, a la que llegó deportado. “Y las veces que me propusiero­n sumarme a otro equipo intenté meterlo en el equipo. Si no podía, de mi parte del botín la compartí con él. Es lo que correspond­e”.

Gonzalo usó motos de pista y cross. Su mecánico, una persona fundamenta­l en la vida de cada piloto de salideras, lo ayudaba con los cambios de piñón, corona y cadena. Todo para tener más salida. Aunque las pistas, y conducir con las sirenas y los disparos de fondo, se dice, no son para cualquiera. ■

Las bandas de salideras los contratan para que los ayuden a escapar de los robos. Usan motos legales, entrenan y pueden manejar a 120 en pleno microcentr­o.

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Final. Un “piloto” detenido este año en el barrio porteño de Recoleta tras un asalto.
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