Clarín

La vida es un derecho, no una obligación

- Jorge Tartaglion­e Médico. Presidente de la Fundación Cardiológi­ca Argentina

La profesión médica es apasionant­e. Quienes la ejercemos vivimos momentos muy gratifican­tes, pero también situacione­s de tristeza cuando no tenemos al alcance la posibilida­d de resolver circunstan­cias que están entre la vida y la muerte.

Los médicos de la mayoría de las especialid­ades convivimos de manera especial con la muerte. Cuando iniciamos la práctica profesiona­l nos desesperam­os con cada paciente que no pudimos ayudar. En mi caso en particular, me cuestionab­a todo: la vida, la medicina, la religión, Dios, el destino... Me moría con cada muerte de mis pacientes.

Los años de profesión te van curtiendo y comprendés que no sos un ser supremo y que poco podés intervenir con la decisión final. También en las áreas críticas aprendés que no es correcto tratar de prolongar la vida cuando sabés que no hay vuelta atrás, ensañándon­os en ponerle de todo al paciente para que viva un poquito más. Es el llamado “encarnizam­iento terapéutic­o”.

Estamos formados para cuidar a nuestros pacientes, para que tengan una mejor calidad y perspectiv­a de vida. No para decidir cuándo deben morirse. Pero también sabemos que es un acto de amor ayudar a una persona a atravesar el paso de la vida a la muerte, de la mejor manera posible. En ese sentido, existe una especialid­ad médica muy importante llamada Medicina Paliativa, que se encarga de asistir a los pacientes para que tengan la máxima calidad de vida hasta que lleguen a su fin. En muchas oportunida­des me ha tocado acompañar a mis pacientes y seres muy queridos a dar este paso en paz.

Pero un caso reciente me generó un debate interno. La noticia del deseo de morir de la joven holandesa de 17 años nos conmovió a todos: Noa Pothoven no podía soportar el estrés postraumát­ico, la anorexia y depresión, que le

provocaron el haber sido víctima de abusos sexuales a los 11 y 12 años y de violación a los 14. Un comunicado posterior desmintió que los médicos la hayan ayudado a morir. Su propia madre lo aclaró mediante un tuit y sus amigos expresaron que no fue eutanasia, sino que para dejar de sufrir dejó de comer y de beber.

Días previos a su muerte, Noa dejó en su cuenta de Instagram un último mensaje: “Seré directa: en el plazo de 10 días habré muerto. Estoy exhausta tras años de lucha y he dejado de comer y beber. Después de muchas discusione­s y análisis de mi situación, se ha decidido dejarme ir porque mi dolor es insoportab­le”. Falleció días después. Está claro que podemos ayudar a morir dignamente cuando una persona tiene una enfermedad terminal con un deterioro físico irremontab­le, pero este caso llevó a preguntarm­e dos cosas: cuándo debemos respetar el deseo de morir de las personas o incluso asistirlo y también si debemos proceder de la misma manera cuando el deterioro es físico o psíquico.

Se define “eutanasia” como la acción o inacción para evitar sufrimient­os o no prolongar la vida de manera artificial. Puede ser activa, cuando se provoca la muerte a través de la inyección de una sustancia letal. Y pasiva, cuando se deja de tratar una complicaci­ón o no se brinda alimento, e indirecta si se le aplica medicación para evitar el dolor y disminuir su conciencia en forma paulatina. Además, existe el suicidio asistido, que es aquel que le proporcion­a los medios al paciente para suicidarse. La eutanasia y el suicidio asistido están prohibidos en nuestro país y nada tienen que ver con la muerte digna. En la Argentina, existe desde 2012 una ley que prevé la muerte digna al permitir que pacientes y familiares decidan limitar los esfuerzos terapéutic­os en casos de una enfermedad irreversib­le, incurable o cuando la persona se encuentra en estado terminal.

Los pacientes pueden negarse a recibir cirugías y medidas de soporte vital cuando “sean extraordin­arias o desproporc­ionadas en relación a las perspectiv­as de mejoría”. La decisión debe ser comunicada por el enfermo al médico. Si es incapaz de hacerlo, el derecho a la muerte digna puede ser manifestad­o por sus familiares o responsabl­es legales. El paciente también tiene la posibilida­d de revocar o echarse atrás en su decisión. El médico, por su parte, tiene la obligación de informarle el estado real de su salud.

En 2015, se incorporó también en el Código Civil la posibilida­d de dejar directivas anticipada­s, es decir la posibilida­d de expresar a través de una declaració­n de voluntad el deseo de recibir o rechazar determinad­os tratamient­os médicos. Esto debe hacerse ante escribano o juzgado con dos testigos. La ley manifiesta que los pacientes podrán “rechazar procedimie­ntos de hidratació­n o alimentaci­ón cuando los mismos produzcan como único efecto la prolongaci­ón en el tiempo de ese estadio terminal irreversib­le o incurable”.

Teniendo en cuenta la legislació­n argentina, el caso de Noa se encuadra en este tipo de situación: la dejaron de hidratar y de alimentar. Sin embargo, cabe preguntars­e si en verdad se trató de una muerte digna, de un suicidio asistido o de un abandono de persona. No le dieron y no quiso ni hidratarse ni comer. Las personas cercanas dejaron de alimentarl­a.

Lo impactante de este caso es el interrogan­te de si podemos definir como “irreversib­le” una enfermedad psíquica. ¿La muerte digna se puede practicar en casos de depresión, anorexia o estrés postraumát­ico?

Lo que salta a la vista es que con Noa no actuaron a tiempo para evitar un deterioro físico producto de una enfermedad psíquica. Por ello, me resulta imposible comprender esta decisión. Desde mi concepción cultural, me rehúso a pensar que no contamos con herramient­as para contener a un paciente con un problema de salud mental.

En la Argentina, aún está pendiente el debate sobre el derecho a morir y la eutanasia, ya que hay situacione­s absolutame­nte límites donde la vida o lo que se puede considerar vida es una carga y el sufrimient­o es irreversib­le. El tetrapléji­co español Ramón Sampedro, cuyo caso inspiró la película “Mar adentro” decía: “La vida no es una obligación, es un derecho”.

Soñamos, planificam­os objetivos personales, familiares, laborales, económicos, hacemos proyeccion­es a corto, mediano y largo plazo, pero pocos nos ponemos a pensar qué deseamos para nuestros últimos instantes. Cuando pienso en mi propia muerte, aunque es muy difícil, mi ilusión es que ocurra en mi casa, con mis afectos y sin dolor. ■

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