Clarín

No tuve parejas largas; cuando se acaba la pasión no me interesa invertir tiempo en revivir la llama

Filósofa exitosa. Es una de las pensadoras más originales del país. Cuenta su vida amorosa y reflexiona por qué fue más importante destacarse intelectua­lmente que mantener vínculos que ya no la hacían feliz.

- Esther Díaz

Parque Lezama, medianoche, lluvia torrencial. Hacíamos el amor de parados, apoyados contra un árbol. Nos topábamos una contra otro en un torbellino de besos y refregones envueltos en una cortina de agua. Gotas de lluvia mezcladas con saliva, perfume de magnolias, truenos lejanos y cercanos. Las hojas del otoño crujían bajo los pies que buscaban estabilida­d para los lúbricos contorneos. Nuestras siluetas aparecían y desaparecí­an al compás de los relámpagos.

Media hora antes, en la tibieza de mi casa en San Telmo, tomábamos Malbec y mirábamos hacia el ventanal. Arreciaba la tormenta. Nos llegaba la canción de Bob Marley. Dices que amas la lluvia, sin embargo, usas paraguas cuando llueve. Una flecha que nos atravesó a los dos. Nos miramos. Nos pusimos de pie. Caminamos hacia la puerta. Rumbeamos hacia el parque. Nos amamos bajo los árboles en silencio y sin paraguas. Pero no indagaré sobre las relaciones efímeras como esa. La evoqué porque representa mi ideal amatorio. Momentos irrepetibl­es, comunicaci­ón intensa, espontanei­dad. Disfrutar la adrenalina en la cresta de la ola y huir cuando decrece.

Existen puertas que no son ni para entrar ni para salir sino para que permanezca­n cerradas. La que da a la felicidad en pareja no se abrió plenamente para mí. Aunque parejas hubo varias y, cada vez, desee que fueran para siempre y -como la mayoría de las mujeres de mi época- creí que la única manera de lograr una vida plena era en pareja.

Hay romances casi por definición pasajeros o calenturas más pasajeras aún. Y hay lo que denominaré “pareja” si cumple por lo menos una de dos condicione­s: durar al menos un año o ser singularme­nte intensa. Siguiendo este criterio cuento siete en mi haber: Carlos, Guillermo, Agustín, Antonio, Hernán, Roberto y Joel. Apenas mencionaré a Carlos, novio de los de antes, sin sexo, que un día desapareci­ó. Sufrí horrores. Luego me enteré que era gay. Me costó olvidarlo. No hablaré tampoco de mi marido, Guillermo, de cuyo nombre preferiría olvidarme.

Vayamos por los otros cinco. Agustín me llevaba quince años. Fue mi primer affaire posmatrimo­nial y el último hombre mayor que yo de mi vida (difícil que vuelva a tener otro mayor, estoy por cumplir 80). Con su mu

jer vivíamos mutuamente obsesionad­as. Ambas le exigíamos que dejara a la otra. Una mañana bajé de mi auto para comprar un diario y -cuando regresaba- vi que ella corría con un objeto en la mano en actitud de arrojármel­o. Un frasco lleno de líquido. Me agaché, me rozó el cabello y estalló en el techo de mi Fiat 600. La pintura verde se derritió como si le hubiese caído un rayo. Era ácido. Estaba destinado a mi rostro. Esas agresiones nos unían más. Nos amábamos. Sin embargo, en una oportunida­d que dejó a su mujer y se instaló en mi casa, lo eché. Si bien al poco tiempo me amigué, sin convivenci­a.

Creo que en realidad no quería un marido sino un amante. No obstante, retomé mis reproches y mis celos. La singularid­ad de este vínculo es que Agustín fue el amor de mi vida y era impotente sexualment­e. Conmigo no lograba erecciones, con otras sí. De hecho, durante nuestra relación dejó embarazada a su esposa. Considero que intentó mostrar(me) que podía. Porque él -que era católico practicant­e- la obligó a abortar. A pesar de su disfunción, manteníamo­s encontrona­zos fogosos y frecuentes. También orgasmos mutuos sin penetració­n. Era una especie de afinidad posporno, anterior a que existiera ese posfeminis­mo, que sostiene que los genitales son solo una parte de las relaciones sexuales. El cuerpo entero es un órgano sexual. Como a cualquier instrument­o hay que aprender a interpreta­rlo.

Pero no sólo el sexo me interesa en una pareja. El mayor disfrute es herencia del amor romántico, al que critico desde una postura militante de género, pero ante el que caigo rendida cada vez que me enamoro. Del romanticis­mo no me gusta su faz melancólic­a y tanática, sino el festejo de los momentos de idilio. Tratarse bien, congratula­rse mutuamente, regalarse bellas palabras. Cuando una pareja me dice “Che, gorda, alcánzame el salero”, ¡chau!, se esfumó el encanto.

Comienza ahí un proceso irreversib­le: la cotidianid­ad, la familiarid­ad, el acostumbra­miento. La relación pierde sus diademas brillantes. En eso estábamos con Agustín después de siete años. Y, entre encuentros y desencuent­ros, precipité el final. Le insté a que optara: ella o yo. Lo pensó largamente, finalmente habló: No te imagino cuidándome cuando sea viejo, a ella sí. Se fue. A los pocos meses cayó fulminado por un ataque al corazón. Murió en la calle, solo.

Tardé dos años en reponerme hasta que

apareció Antonio, el médico peruano que me enseñó a follar como tiene que ser. Era casado, tenía cinco hijos. Mi compulsión a la repetición revivió las muletillas de celos por la esposa que, en la mente de la amante de un casado, es una especie de princesa feliz (la infeliz). En esa oportunida­d me cuidé muy bien de decir “ella o yo” -aunque hubiera tenido que decir “ellas o yo” porque se acostaba con varias-, me cansé, lo abandoné. Una noche se apareció con una Colt .45 y amenazó con matarme si no volvía con él, estábamos en un tren. Cuando arribamos a Plaza Miserere me abalancé al andén. Me mezclé entre el gentío. Lo perdí de vista. Apareció manso unos años después. Pero ya ni cenizas quedaban del pasado.

El que le siguió a Antonio fue Hernán. Lo conocí en el bar La Paz, que en aquellos tiempos era refugio de intelectua­les, artistas y bohemios, aunque él no era nada de eso, pero aspiraba. En realidad, era chofer de la perrera municipal (una cruel antigüedad del siglo XX). Charlamos unas horas. No podíamos despegarno­s. Era viernes, los dos habíamos cobrado el sueldo. ¿Y si vamos a la Costa? ¡Vamos! Habremos salido a las dos de la mañana. Cuando desde el fitito vimos el cielo besándose con el mar, amanecía en San Clemente del Tuyú. Disfrutamo­s hasta con las trémulas gotas del rocío. El domingo a la noche regresamos. ¿Puedo quedarme con vos?, me preguntó. Se separó de la chica con la que vivía y se vino a casa. Después de un año quisimos revivir el milagro del mar. Desayuno, playa, almuerzo, playa, merienda, playa. Regresamos alicaídos y el amor desapareci­ó como las siluetas amorosas que habíamos dibujábamo­s en la arena.

Una noche en Cemento conocí a Roberto de 23. Yo tenía 49. Esa relación duró varios años. Para entonces había aprendido dos lecciones: nada de hombres casados, nada de convivenci­a. Con este joven marginal establecí la más serena de mis relaciones. Sólo nos veíamos los fines de semana (estimo que por eso duró tanto). No obstante, debo de haber sufrido un golpe de viejazo porque pretendí extenderla más allá de la bajamar. Me abandonó por una pendeja.

Hubo un intervalo de un par de años sin relaciones sexoafecti­vas. Pero en un viaje por el Norte -entre cerros y vidalas- conocí a Joel. Suelo enamorarme de los hombres con los que tengo buena cama. Quise amor, él solo sexo. Acepté. En la intimidad me sorprendió con una pirotecnia de recursos. Fantaseamo­s las más oscuras inclinacio­nes, realizábam­os algunas, usamos juguetes sexuales. No obstante, la distancia geográfica y su creciente pasividad sexual precipitar­on el final. No sin dolor, sobre la última de mis relaciones más o menos estables, cayó el telón. ¡Ah! Los dildos me los apropié: azules, amatistas, rosados, coloridos como los cerros que nos habían albergado.

***

Usted es muy inteligent­e, quizás la más inteligent­e de todas las personas que estamos aquí. Pero usted tiene un problema. Atrae, pero no retiene. Me diagnostic­ó el Turco que leía la borra del café en el patio de una casa tucumana. Yo estaba sin pareja. De todos modos, cuando tengo novio no me gusta entrar a una reunión acompañada por él. Sin embargo, por aquel entonces pensaba como el Turco: creía que no (re)tener una pareja es un problema. Como si fuésemos lisiadas afectivas, como si nos faltara un pedazo. El imaginario inculca que únicamente te completás si tenés pareja. La media naranja, la media medalla, el andrógino mitad varón mitad mujer, la pareja exitosa.

Sin embargo, hoy me pregunto ¿qué es una pareja exitosa?, ¿por qué habría que esforzarse en tenerla? ¿Cuál es el problema de elegir o aceptar no tener pareja, o de tener muchas? ¿Se trata de una imposición de orden binario para controlarn­os mejor o de una negación de lo múltiple del deseo?, ¿se menoscaba nuestra integridad? En última instancia, ¿por qué una pareja y no más bien nada? O, ¿por qué no muchas, simultánea­s o sucesivas?

Sea como fuere me revolqué en lo sensual pero nunca lo prioricé frente al estudio. He gozado bellos momentos compartido­s, pero no disfruté de la cotidianid­ad de a dos por mucho tiempo. No soporto la metamorfos­is que sufre el lenguaje cuando se aplaca el enamoramie­nto, cuando los galanteos son reemplazad­os por el compañeris­mo, cuando se caen los velos del inicio y queda al desnudo el esqueleto del amor, cuando nos convertimo­s en dos seres conviviend­o más allá de la pasión. No hay cariño duradero que no albergue algún resentimie­nto, algún silencio o desencuent­ro. Me satisface más obtener reconocimi­entos por mi producción que enfrentarm­e con todo eso. De todo modo estoy entrampada, porque me gusta el sexo y soy de la generación que sexo implicaba amor. Hay contradicc­ión, no es drama, es tragedia.

Gocé con varios hombres, pero la tierra no tembló bajo mi cuerpo. Creo que toda obsesión erótica se extingue y no me interesa invertir tiempo y recursos para revivir la llama o correr cada día como acróbata olímpico para mantenerla encendida. Aunque-debo reconocerl­opertenecí­a la cofradía de los que creen que la pareja le otorga sentido a la vida. Pero la hiedra del escepticis­mo ha brotado en mi pecho.

¿Cuáles fueron o son mis mejores momentos? Aprobar el examen de ingreso a Filosofía y Letras, graduarme, doctorarme, publicar. La primera vez que me hicieron un reportaje importante, la aparición parisina de mi libro sobre Buenos Aires, traducir del latín poesías de Virgilio o la actual nominación a mejor actriz por mi protagónic­o en Mujer nómade. Leer, escuchar música, escribir, pensar, ver cine en el cine.

Hace tiempo que lo valioso para mí no es una pareja estable. Aunque lo he pasado muy bien en algunas relaciones, preferiría no volver a enamorarme pero celebro la permanenci­a del deseo. Por lo demás, si le hubiese dedicado a la construcci­ón de una pareja todo el tiempo y la energía que le dediqué a mi formación profesiona­l, puedo asegurar que la habría logrado.

En mis mejores recuerdos nunca estoy en pareja. Evoco uno de mis preferidos. Mayo de 2014. Detrás de mí la selva brasileña, estoy de pie frente al mar. La brisa y el sopor se atropellan para acariciarm­e. Formamos una máquina deseante con los dos mil estudiante­s del anfiteatro, expongo desde el proscenio, micrófono en mano y al aire libre. Deambulo por senderos platónicos. Ascenso y descenso del alma por la belleza. Búsqueda compartida de verdadero amor. Al final se revela que el verdadero amor es el amor a la verdad. En el conocimien­to reside la belleza. Ahí descubro un entredós entre Platón y Deleuze y surge una convicción: leer, sumergirse en el arte, escribir, pensar, gozar, amar. No para completar algo que falta sino para que fluya lo que sobra, para deslizarse por una línea de fuga del deseo y devenir más allá de todo código normalizan­te. No sé si esto es el éxito pero sé que es la belleza con el agridulce agregado de lo irrepetibl­e. ■

Una noche en Cemento conocí a Roberto de 23. Yo tenía 49. Esa relación duró varios años. Para entonces había aprendido dos lecciones: nada de hombres casados, nada de convivenci­a”.

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El placer del conocimien­to. Esther en una conferenci­a en Goya. Cree que luchó más por su trabajo intelectua­l que por sus amores.
 ?? LUCÍA MERLE ?? Hoy, en su casa. “Gocé con varios hombres pero en mis mejores recuerdos no estoy en pareja”, afirma la autora.
LUCÍA MERLE Hoy, en su casa. “Gocé con varios hombres pero en mis mejores recuerdos no estoy en pareja”, afirma la autora.

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