Clarín

Casas

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Lo primero que notamos esa tarde fue la luz, un golpe de luz. La esquina estaba como más clara, como al descampado, como si le hubieran puesto un filtro de Instagram. Un segundo, un instante después, el motivo quedó claro: finalmente habían demolido la casa vieja que estaba tapiada hacía unos meses. Ahí donde habían funcionado la gomería y el taller: el piso de arriba -una primera planta con altura de dos o tres de las modernas- había sido desalojada mucho antes.

En el barrio -pleno Buenos Aires- hay muchas casas viejas: cien, ciento diez años tienen algunas: los vecinos conservan los planos. Alguno ya hizo la cuenta: si en el terreno entero del PH vivimos cinco familias y en el edificio que levantaron enfrente metieron cinco por piso... nos queda poco.

Así es: aparece el cartel de venta, enseguida el cartel de la constructo­ra que ya marca como urticaria manzana tras manzana. Y antes de que te des cuenta están los balcones, la puerta, su ruta. ¿Hay cómo resistirse? Hace poco, en la película Aquarius, Sonia Braga interpreta­ba a una mujer que daba la pelea en Recife, Brasil. Que decía que no, que se quedaba en la casa frente al mar ¿donde había esperado vivir hasta la muerte. La constructo­ra se pone intensa. La pasa mal. A veces no hace falta tanto, sin embargo. A veces se deciden solos los hijos, que venden y reparten la vieja casa familiar. A veces el arranque de una construcci­ón en el terreno lindero insta a armar las valijas (los canastos) y buscar otros rumbos.

Lo nuevo empuja, hay distintas formas de vida que quedarán en el camino.

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